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sábado, 15 de junio de 2013

LA FALACIA POLÍTICA SOBRE LAS PENSIONES,UNA REALIDAD PALPABLE

EL JUBILADO EN EL PAÍS DE LAS MENTIRAS
En mayo del 2010, el Presidente sonriente que teníamos en aquel momento anunciaba en pánico (pero, como Joker, sin dejar de sonreír) la congelación de las pensiones, eliminando por un solo año su actualización según el IPC. Líderes extranjeros, al parecer, le habían hecho comprender que sumar y restar tenía su importancia para evitar una inmediata suspensión de pagos. El entonces líder de la oposición, hoy Presidente del Gobierno de las mini-reformitas, aprovechó feliz la oportunidad y desplegó las alas azules del populismo criticando semejante “recorte de derechos sociales”. Asimismo, recriminó al Presidente sonriente que no recortara antes otras partidas de gasto público, incluyendo una “revisión de todas las partidas de subvenciones (…), eliminación de todas aquellas que no estén debidamente justificadas (…) y un plan completo de reestructuración del gasto público que evite duplicidades entre administraciones”.
Tres años más tarde, y año y medio después de obtener mayoría absoluta, el actual Gobierno aún no ha sido capaz de identificar una sola duplicidad entre administraciones, apenas ha rozado con suavidad de terciopelo la partida de subvenciones y se ha negado en redondo a reducir el tamaño del Estado (esto es, su feudo) para ajustar el gasto público a una cifra sostenible. Ello no obstante, ha encargado al proverbial comité de expertos un estudio que proponga cómo lograr la supervivencia del sistema de pensiones, es decir, que justifique con álgebra la necesidad no de congelarlas un año, sino de reducirlas probablemente para siempre. El estudio tiene voluntad de seriedad y pone de manifiesto la obvia insostenibilidad del sistema actual, proponiendo una serie de fórmulas para corregir la cuantía de las pensiones en función de la esperanza de vida y de los ingresos y gastos del sistema a lo largo de un ciclo  económico. Sin embargo, el comité, ciñéndose al encargo recibido, no aborda el fondo del asunto.
Y el fondo del asunto es que el sistema de reparto que nos vendió el Estado de Bienestar es un fraude. Ahora los ciudadanos están comenzando a entender que, después de pasarse una vida destinando casi un 40% de su sueldo a cotizar a la Seguridad Social, no tienen ni idea de cuánta pensión van a percibir, ni durante cuánto tiempo. Han descubierto que no tienen ningún control, ningún contrato, ningún derecho legal que poder defender delante de un tribunal. Ni siquiera disponen de un maldito papel que les permita reclamar nada. La realidad es que tan solo cuentan con las vacías promesas de los políticos, bagaje que, convendrán conmigo, tiene escaso valor. Han empezado a comprender demasiado tarde que entregaron el poder sobre su jubilación a otros. A cambio de una promesa de seguridad (recuerden, “Seguridad” Social) cedieron su capacidad de ahorro, su libertad y el control sobre sus propias vidas, cayendo en la misma trampa que les tendiera la tentación socialista-comunista en el s. XX: entrégame tu libertad, que yo te daré seguridad. Igual que entonces, han acabado perdiendo ambas.
El Estado de Bienestar nunca tuvo como objetivo proteger a los más débiles, a aquellos que temporal o permanentemente no pudieran valerse por sí mismos. Su objetivo oculto siempre fue perpetuar en el poder al político de turno. Bajo la coartada de un objetivo altruista (que toda persona de bien apoyaría), dirigió sus tentáculos hacia la totalidad de la población, puesto que los más débiles, por definición, son sólo una minoría de votantes.
Este lobo disfrazado de cordero ha dejado por el camino varias víctimas, de las que mencionaré dos. Su primera víctima ha sido la ciudadanía, a la que se ha querido hacer Estado-dependiente. El famoso historiador francés Alexis de Tocqueville viajó a Estados Unidos a principios del s. XVIII, cuando este país contaba con pocas décadas de vida. Fino estudioso de la revolución americana y gran admirador de la sociedad verdaderamente libre que conoció, entendió pronto la naturaleza de la bestia. Afirmó que la República americana (los Padres Fundadores de los EEUU siempre huyeron de la palabra democracia) subsistiría “hasta que el Congreso descubriera que podía sobornar al pueblo con el dinero público”. El fruto de ese soborno es el Estado de Bienestar. Los políticos nos sobornan ofreciéndonos una vez cada cuatro años bajar los impuestos o aumentar los servicios públicos a cambio de nuestro voto: sanidad “gratuita”, educación “gratuita”, autovías “gratuitas”. Aceptamos el soborno y nos hacemos adictos al dinero público, que en apariencia nunca proviene de nuestro bolsillo, sino del de los demás. El pueblo acaba intelectualmente anestesiado y moralmente corrompido por la adulación y la adicción. Critica que los políticos le mientan, sí, pero a la vez rechaza a quien deje de adularlo. ¿Votaría a quien le dijera que el hombre adulto y sano debe responsabilizarse de su propia vida mediante su esfuerzo personal y no aprovechándose del esfuerzo del vecino? ¿A quien le aclarara que si queremos un bien o un servicio tenemos que pagar por ello porque no hay nada gratis? ¿A quien afirmara sin que le temblara la voz que el reparto de talentos en la Naturaleza es desigual y que, por tanto, sólo puede existir la igualdad ante la ley, pero no la igualdad de oportunidades en sentido estricto ni la igualdad de resultados?
La segunda víctima serán las generaciones venideras, porque el Estado de Bienestar se ha convertido en un verdadero robo generacional. Durante unos años vivió de aumentar los impuestos hasta límites inimaginables. Después, cuando los impuestos, aun confiscatorios, se revelaron insuficientes, vivió de endeudarse masivamente, con una deuda que no va a poder repagarse. Hemos disfrutado hoy con el dinero de nuestros hijos y nuestros nietos.
Un daño colateral más sutil del Estado de Bienestar ha sido la familia. Al sustituirla como red de seguridad del individuo, ha debilitado el papel de los lazos familiares estables. Asimismo, al borrar cualquier atisbo de necesidad de ahorrar para el futuro (tranquilos, el Estado proveerá),  ha fomentado comportamientos cortoplacistas e irresponsables y los hijos han dejado de “traer un pan debajo del brazo”, pasando económicamente de ser el apoyo de la vejez a convertirse en una carga que hay que minimizar (o, llegado el caso, eliminar preventivamente y sin escrúpulos antes de su nacimiento).  De este modo, el propio Estado de Bienestar ha contribuido sin pretenderlo a aniquilar su única fuente de subsistencia, que no es más que una pirámide demográfica normal. Como todo esquema Ponzi  (o fraude piramidal), el sistema dependía de la constante entrada de nuevos clientes.
Vivimos el ocaso de este fraude. Las cartas ya están echadas. Como le ocurre a la mayoría de sus pares occidentales, nuestro Gobierno es incapaz de entender que la bestia está sentenciada, y persiste en el error de querer mantenerla artificialmente viva un poco más a costa de subir los impuestos hasta el límite de la explosión social. Lo que necesitamos es un cambio total de sistema, pero eso es un reto que probablemente le venga demasiado grande a este Gobierno. O a su alternativa. (¿Qué alternativa?)'.

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