LA DESTRUCCION DE LA SOCIAL DEMOCRACIA
Entre los muchos daños que Sánchez está causando al tejido político e institucional español se cuenta también la destrucción del PSOE como partido de Estado. Rubalcaba logró que la tradición socialdemócrata sobreviviera, maltrecha, al mandato de Zapatero pero las primarias de 2017, de las que se acaban de cumplir tres años, significaron un cambio de modelo hacia un caudillismo plebiscitario que lo mimetizaba con Podemos, al que pretendía disputarle la hegemonía de la izquierda a base de pisar el mismo terreno. Era cuestión de tiempo que ambas fuerzas terminasen convergiendo por mucho que el líder socialista arguyese ficticios problemas para conciliar el sueño. Desde las elecciones de 2015, cuando se aferró al bloqueo, no tenía otro proyecto aunque acabara cayendo
en el pensamiento ilusorio de creer que Iglesias aceptaría quedarse fuera del Gobierno. El siguiente paso tenía que caer por su propio peso: la organización que da soporte al presidente se ha convertido en un artefacto hueco mientras crece la influencia ejecutiva del socio estratégico.
El estupor interno que ha provocado el pacto con Bildu sólo es la penúltima muestra del desdén con que el inquilino de La Moncloa mira y trata a su propio partido. Puede permitírselo porque ha laminado todo atisbo crítico. Los barones territoriales que supuestamente resistían en la última trinchera del moderantismo son la fantasía de un tiempo caduco, vencido; criaturas legendarias creadas por la imaginación de cierta opinión pública instalada en la melancolía del mito. La liquidación de la jerarquía orgánica fue la primera providencia adoptada por el victorioso sanchismo; Susana Díaz está replegada en un silencio tan incómodo que le debe de corroer las entrañas y los Page, Lambán, etcétera sólo tienen margen para expresar un desacuerdo tímido. El debate, no ya la disidencia, se ha vuelto un ejercicio semiclandestino. El PSOE como estructura vertebral ha desaparecido devorado por el cesarismo. Los pretorianos de Presidencia dirigen la acción gubernamental a pachas con Iglesias y su círculo, y sus decisiones son lentejas servidas en plato de lata al resto de los ministros. Sánchez ha uncido a la coalición su destino y antes dejará caer a Calviño que atreverse a poner en riesgo su débil equilibrio.
En este estado de cosas, si la legislatura era complicada de inicio ahora se va a volver agónica. La estabilidad política está definitivamente rota en un momento de máxima zozobra. La desastrosa gestión de la epidemia ha desatado una furia social, una suerte de rabia fóbica que estalla en un estrépito de bocinas y cacerolas. Espera un verano del descontento calentado por la certidumbre de la depresión y la bancarrota. Y al frente sólo hay dos aventureros ventajistas que viven su momento de gloria sin otro plan que el de mantenerse en pie sobre un páramo solanesco de sectarismo y discordia.
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