Errores en una isla energética
La coyuntura actual debería permitir una reflexión profunda sobre el ritmo de la transición ecológica, el futuro del sector energético y, sobre todo, la suerte de la industria nuclear en España
Que España es una isla energética es un tópico conocido. Pero conviene repasar la historia para conocer los porqués, pues, por ejemplo, la electricidad hidráulica lleva más de un siglo operando en el país y antes de la II Guerra Mundial llegó a suministrar el 92 por ciento del consumo eléctrico. Sin embargo, los requerimientos del progreso durante el siglo XX -el siglo de los combustibles fósiles- hicieron a España más dependiente del petróleo y el gas. En 1960, el petróleo representaba el 29 por ciento de la energía primaria en España, pero su empleo se disparó de forma explosiva hasta llegar al 71 por ciento en 1973. Y desde entonces, esa dependencia del exterior no ha levantado cabeza.
A esa insularidad energética de España han contribuido errores históricos de perspectiva y una cierta obnubilación por la adopción de paradigmas y modelos de lo ‘políticamente correcto’ en cada momento para cuya adopción el país no estaba preparado. El desarrollo de la industria nuclear a partir de 1960, por ejemplo, se vio paralizado con la moratoria atómica impulsada por el PSOE a partir de 1982, lo que cegó la posibilidad de seguir el modelo de Francia cuya autonomía eléctrica está hoy garantizada por 56 reactores atómicos. Pese a esto, las centrales nucleares siguen proporcionando en torno al 22 por ciento de la energía consumida en España.
Bajo ese esquema ‘bienpensante’, la apuesta por las nuevas energías renovables -la eólica y la solar- tiene lógica ya que estas presentan una triple ventaja: son más baratas, no contaminan y proporcionan independencia energética. Sin embargo, las renovables requerirán siempre una energía de base que compense la falta de sol o de viento. En un país donde encontrar petróleo es casi una maldición y donde la nuclear ha sido satanizada demagógicamente, ese papel se asignó al gas natural, un combustible que España no posee, pero del que ha dispuesto abundantemente gracias a un acuerdo estratégico con Argelia que se lo facilita a través de dos gasoductos.
Varios hechos se han conjurado para que, además de la escalada del precio del gas en los mercados, España se encuentre en una situación donde su suministro puede verse amenazado. Uno es incontrolable: tras la ruptura de relaciones con Marruecos a finales de agosto, Argelia ha decidido no bombear más gas por el gasoducto que cruza por donde su vecino. Esto supone que España debe buscar fórmulas para traer los 8.000 millones de metros cúbicos que llegaban por esa vía cada año. Una parte, 2.000 millones, se traerán por el gasoducto de Orán a Almería y el resto deberá venir por barco. Pero el segundo factor es que esta situación ha sorprendido a España con unas reservas de gas mermadas. Grave error. Tras el verano, eran un 21 por ciento menores a las de 2020. En septiembre, el Gobierno decidió forzar a los agentes del sistema a aumentar un 20 por ciento sus reservas pese a los elevados precios. Los errores suelen costar caros.
La coyuntura actual debería permitir una reflexión profunda en los partidos sobre el ritmo de la transición ecológica, el futuro del sector energético y, sobre todo, la suerte de la industria nuclear en España. Esta última es una energía barata y perfectamente respetuosa con el medio ambiente, pero que exige estrictas medidas de seguridad. Satanizarla, cuando el país vecino ha asumido un riesgo que compartimos querámoslo o no, es absurdo. Junto a las renovables, y a un aumento de la interconexión con nuestros aliados europeos, lo nuclear permitiría a España ser casi independiente desde el punto de vista energético, un hecho sin precedentes en nuestra historia moderna.
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