Botellón, diversión, delincuencia
Sería injusto estigmatizar a toda la juventud por la proliferación de ‘macrobotellones’ que acaban violentamente en delincuencia. Pero algo grave está cambiando y tanta permisividad no ayuda
Los ‘macrobotellones’ con los que miles de jóvenes organizados por las redes sociales están colonizando durante los fines de semana las principales ciudades de España, se han convertido ya en un problema de primera magnitud. Primero, porque muchos de ellos acostumbran a concluir cada fiesta masiva con actos de violencia callejera y con el destrozo de mobiliario urbano, como si el salvajismo formara parte de la diversión. Y segundo, porque son inconcebibles la permisividad y la falta de previsión de muchas autoridades locales y delegaciones del Gobierno ante un fenómeno creciente y alarmante que está excediendo con mucho una legítima práctica del ocio juvenil. De hecho, es una cuestión de orden público que está alterando la pacífica convivencia en ciudades como Madrid y Barcelona cuando sus calles son conquistadas por miles y miles de jóvenes incapaces de atender a cualquier normativa municipal o a cualquier prohibición policial.
Habrá quien considere exagerada la estigmatización y condena que se hace de los jóvenes, como si todos ellos fueran cómplices de unos altercados destructivos. Nada más lejos de la realidad. Pero nadie podrá negar que estos ‘macrobotellones’ son el caldo de cultivo de una virulencia antisocial, y que basta con que haya un reducido grupo de vándalos organizados jaleado por otros jóvenes con demasiado alcohol en su cuerpo para que las calles se degraden hasta un punto jamás visto antes. Apuñalamientos, allanamientos de propiedad privada, robos, incendios, destrozo de vehículos y motocicletas… Todo empieza a ser una decadente rutina cada fin de semana, sin que los poderes públicos estén acreditando ninguna capacidad para imponer orden -y legalidad- donde hay un exceso de brutalidad, falta de respeto y un incivismo impropio de una sociedad desarrollada.
Las causas de este fenómeno creciente son múltiples. Por ejemplo, influye el empobrecimiento intelectual de una sociedad que paradójicamente ofrece a su juventud la mejor preparación y formación de la historia, y unos avances tecnológicos para sus vidas como jamás los hubo antes. Pero faltan cultura y un criterio constructivo de la convivencia. Los jóvenes demuestran, y es legítimo que lo hagan, una rebeldía frente a la precariedad laboral o a decepcionantes expectativas de futuro. Algo muy negligente hemos diseñado entre todos como sociedad para que esto ocurra. No obstante, esa jamás puede ser la coartada para convertir una reivindicación justa en una batalla campal de personas ebrias luchando contra todas sus frustraciones mientras se divierten provocando destrozos. Quizá sea la representación de una cultura del ocio desbocada, llevada al límite, y peligrosa si no se detiene cuanto antes, porque el factor imitación y el efecto llamada empiezan a calar en más ciudades.
En cierto modo, este problema se basa también en un concepto erróneo de la libertad. Alcaldes como Ada Colau en Barcelona han sido los primeros en fomentar el desarrollo de una juventud antisistema. Después, Colau llora y se deprime cuando esa misma juventud que ella ha promocionado la abuchea en las fiestas patronales de turno. Pero es solo la horma de su zapato. La proliferación de autoridades que justifican todo tipo de conductas abusivas en función de un libertinaje absurdo ha dado pie a una sublimación de la ‘okupación’, a delincuentes menores amedrentando a barrios enteros, al consumo de droga en plena calle como si el ‘botellón’ fuese un imán para las sustancias psicotrópicas… El ‘macrobotellón’ no es una anécdota puntual de jóvenes hastiados de una pandemia que reivindican su derecho a divertirse sin restricciones. Este ‘botellón’ es pura delincuencia.
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