Salvador Illa, el filósofo que sepultó diez meses de pandemia en su mochila
El ministro de Sanidad se escudó en el hachazo «sorpresivo» del virus para justificar una errática dirección que deja a España entre los países más devastados del mundo.
Es fin de año. Son días de hacer balance y a pocos le resultó predictiva la entrevista concedida a la agencia Efe por Salvador Illa, filósofo, alcalde de su pueblo en La Roca del Vallés (al este de la provincia de Barcelona). Fue hace seis días y decía «lo he hecho lo mejor que he podido» para culminar un año de tragedia. Esas formas suaves le han caracterizado durante los diez meses de gestión de una pandemia muy dura, atroz, y ha recurrido a ellas hasta en los momentos de pulso crítico con consejeros de la oposición, por ejemplo, como el de la Comunidad de Madrid, con quienes se jacta de mantener, pese a la tensión, una «buena relación».
Illa deja la Administración central pendiente del hito clave de la vacunación y un reparto que se aventura complicado entre autonomías que volverán a sufrir, ya con el último hálito, la tercera acometida del virus. Muda su cargo tras meses de comparecencias interminables, siempre puntuales, con el pelo aún humedecido por la ducha madrugadora y una mochila a cuestas. En su Ministerio ayer asumían no sin cierta perplejidad su marcha. Avalaban que es un hombre de educadas y buenas maneras, pero no ocultaban que «no conocían» la decisión que adoptó el presidente del Gobierno, ajena al departamento. «Es una decisión de partido, la respetamos. No renueva nuestra estructura, aunque habrá cambios» con el relevo, decían fuentes de Sanidad.
Se mantendrá la línea trazada por Illa junto al equipo del doctor Fernando Simón en el Centro de Alertas, aseguraban. Un mando desdibujado por las muchas sombras que ha acumulado durante una pandemia que ha azotado a España con virulencia desmedida. Más de 1,9 millones de ciudadanos infectados por el SARS-CoV-2. La entrevista a Efe era premonitoria, no así la negativa categórica que el catalán dio en su aparición en TVE el martes, 24 horas antes de oficializarse su metamorfosis. Illa tuvo que salir a ayer a enmendarse la plana: transformó el «no» en un «sí, acepto». Filosofía de supervivencia pura, mutación de un virus que predomina en la política. Así ha cambiado su rol en el debate sobre el uso de las mascarillas o la necesidad de abrir o no «el coladero» de entrada en los aeropuertos.
El barcelonés cambia nuevamente de rol y solo cambió su mochila negra por la cartera ministerial el 13 de enero. Su predecesora era una María Luisa Carcedo que ha impulsado desde las filas socialistas y en connivencia con su sucesor el momento que, para muchos y al margen del coronavirus sorpresivo, es el más «terrible» de cuantos han hipotecado el devenir de Illa al frente de Sanidad. Fue su intervención en el Congreso el pasado 17 de diciembre para defender la aprobación de una ley que permitiese «a la gente tener el derecho de morir dignamente» -de la eutanasia- lo que católicos, asociaciones en defensa de la vida, la oposición y médicos y promotores de los cuidados paliativos sancionan con contundencia al candidato a presidir Cataluña. No han sido dignas las muertes que han jalonado sus pasos en Sanidad. Sino los cientos sin contar. Mal enterrados. Mal despedidos. Illa tentó a los supersticiosos. Se sentó un 13 de enero en el departamento radicado en el corazón del Paseo del Prado de Madrid, y un 13 de marzo aupó el decreto del estado de alarma que iba a arrestar siete semanas a la población. La siguiente medianoche, 47 millones de ciudadanos vieron con impotencia cómo el Ejecutivo que había respaldado actos multitudinarios por el Día de la Mujer y al que se había reclamado que vetase a ciudadanos de países infectados como China e Italia les encerraba y cargaba sobre sus espaldas cifras de muertos que se acercaron al millar en los picos de marzo y abril. Mientras, el ministro se escudó en el efecto sorpresivo del virus. Hasta que la excusa ya no encajó.
Mazazos
Es fin de año y toca hacer repaso. Illa ha dicho que esa primera ola fue el peor momento de crisis y ha reconocido que no sabían cómo parar la escalada de fallecidos. A nivel interno, sufrió dos embestidas terribles. Una, cuando adoptó la decisión de cerrar el paso a los seres queridos en los funerales, y se supo consciente de que a la virulencia del virus se unía el dolor multiplicado de familias que no podían decir adiós a sus parientes segados por la enfermedad. A nivel personal, el mayor mazazo fue el ataque cardiaco de Faustino Blanco. En mayo, el entonces secretario general de Sanidad, Blanco, fue atendido de urgencias debido a la presión creciente y el ministro se sintió «responsable».
Ante la lluvia de críticas que ha jalonado sus pasos en el Ministerio, el filósofo ha sacado el paraguas y se ha vanagloriado de aparcar la beligerancia política y centrarse en exclusiva en la cruzada contra el patógeno. Le releva ahora una abogada canaria que se ha curtido acompañándole de escudera semanal como nexo de unión en los Consejos Interterritoriales (telemáticos) del Sistema de Salud deslavazado en 17 voces. En esos cónclaves, el casi exministro tomó decisiones impopulares. Otras declinó tomarlas, como su tibieza ante un plan de Navidad que, tal y como se está viendo, no estaba bien resuelto. La opacidad a la hora de publicar los nombres de los funcionarios que le asesoraron en la emergencia es solo un hito más, como la negación continua de los datos, y los ocho cambios de cómputo para maquillar la realidad que sí transcriben los institutos de Estadística y Carlos III, recordarán a Illa como el ministro del día 13.
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