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jueves, 17 de septiembre de 2020

EL HOMBRE SIN DIOS COMETE MUCHOS MÁS ERRORES.

 QUE SIENDO CREYENTE.

Escribo estas líneas con la conciencia de que, dentro de unos meses, si la sinrazón, el ánimo de venganza y el resentimiento visceral siguen anidados en el Gobierno de nuestra nación y prospera el proyecto de ley de la mal llamada Memoria Democrática, esta carta pudiera llegar a ser objeto de la delación vecinal y consiguiente investigación por la Fiscalía de Memoria Histórica que dicha norma pretende, respectivamente, fomentar y crear. Es el momento entonces de hacer honor a la libertad de expresión y a la libertad ideológica que los españoles nos otorgamos un día como pilares de nuestro Estado de Derecho y que este Gobierno ahora pretende cercenar llevado por el espúreo interés de vengar la afrenta, cual quijotes acometiendo molinos, de un enemigo ya imaginario y que ha pasado a formar parte de la historia. De ahí su delirante celo en reescribirla o modificarla a toda costa, mirando persistentemente hacia un pasado, olvidado por unos y desconocido por muchos, cuyo recuerdo no puede traer concordia o paz a nuestro país, sino división y enfrentamiento. Y no deja de ser trágico que se haga en uno de los momentos más difíciles para nuestra nación, cuando debería ser prioritario para el Gobierno velar por los vivos y no dedicar sus esfuerzos y recursos en exclaustrar y profanar lugares sagrados, con la esperanza de saciar así su morbosa ambición de alcanzar una revancha sobre el pretérito enemigo que, por ser extemporánea, absurda y quimérica, nunca podrá conseguir.

Muchos son los aspectos del proyecto de ley de Memoria Democrática que podrían ser motivo de crítica o análisis, mas me centraré únicamente en la anunciada resignificación del Valle de los Caídos por lo aberrante y significativo de tal pretensión. Bajo dicha intención se amparan varias aspiraciones del actual Gobierno: en primer lugar, profanar la sepultura de José Antonio Primo de Rivera (algo que hubieran acometido ya si no es por su propio desconocimiento de la historia, por cuanto la anterior ley de Memoria Histórica, redactada con la fijación de remover la sepultura de Franco, disponía que solo podían yacer en dicho lugar los restos mortales de personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil española, exigencia que, para sorpresa de su ignorancia, comprendía también a quien fuera el líder de la Falange, fusilado con motivo de dicha contienda); por otra parte, tomarse su cumplida venganza con la comunidad benedictina presente en la Abadía, por su sensata y firme oposición, tanto en los medios de comunicación como en los tribunales, a la exhumación y traslado de los restos de Franco, y por último, provocar la comprensible reacción de la Iglesia Católica que pudiera servir al actual Gobierno de pretexto o justificación ante la sociedad de las sucesivas disposiciones de honda raíz anticlerical que, si unas elecciones anticipadas no lo remedian, indubitadamente están por venir.

No cabe duda que, tras acometer contra la Monarquía y el Poder Judicial, el Gobierno ha emprendido ya su particular contienda contra la Iglesia Católica y sus fieles. Si con la anterior ley de Memoria Histórica, de 2007 (que declaraba expresamente como lugar de culto al Valle de los Caídos en su artículo 16), la Santa Sede no interpretó (o, más bien, no quiso ver) que se estaba cometiendo, Código Canónico en mano, un acto de violación de lugar sagrado con la exhumación de los restos de Franco, ahora, tras el anuncio de la exclaustración de la orden benedictina del Valle de los Caídos, la inesperada pretensión de convertir un lugar sagrado en cementerio civil y la amenaza de derruir su emblemática y maravillosa cruz, el Nuncio de Su Santidad en España no solo puede, sino que debe, exigir al Gobierno español el fiel cumplimiento del Concordato firmado en 1979. Con el nuevo proyecto de ley, la jerarquía eclesiástica no puede seguir quedándose enmudecida por más tiempo, para escándalo de sus propios fieles. Debe comprender que, con las sucesivas leyes de Memoria, el actual Gobierno español no busca justicia, sino la reparación al desagravio, el desquite, incluso frente a la propia Iglesia, víctima trascendental en la contienda civil; son ateístas beligerantes, seguidores redivivos de los autoproclamados, hace ya casi un siglo, como "los sin Dios".

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