Imperiobronca
Arrecia la polémica entre populares escritores y los aficionados a la historia de España. El horizonte de un relato compartido sobre el pasado es el único camino.
De todas las paradojas que representamos los españoles vivamente, la historia nos ofrece un espejo cabal, comprensible y, mal que nos pese, fiel. Durante mucho tiempo se ha hablado entre nosotros de dos Españas -está implícito que ninguna lo sería menos que la otra- y se han leído dos historiografías, como si la forma de contarnos el pasado -que es de todos- hubiera que arrimarla por los pelos al deseo de los hunos o de los hotros, en terminología unamuniana. No se discuten sólo las interpretaciones, se discuten incluso hechos… Y si hubiera una tercera España, está ya tan harta, tan en otra cosa, fuera del ring, que se queda en casa, y eso no es bueno. Además, en los últimos años todo se ha polarizado de manera extrema.
No se equivoquen. La cuestión no es la leyenda negra, aunque se haya convertido en el objeto del debate que tanto ha arreciado los últimos días entre Arturo Pérez-Reverte y Elvira Roca Barea. Debemos aprender algo muy positivo -y muy importante- en el ajuste de cuentas de las dos firmas más populares entre los aficionados a la historia. La cuestión es la imposibilidad -cuyas raíces hay que analizar- de un relato común de nuestro pasado.
A las recientes campañas difamatorias contra lo que representan España y su historia por parte del independentismo no solo catalán, en foros y redes nacionales e internacionales, no se ha respondido, y la defensa fue tan flébil y desorganizada que ha cundido una desmoralización general. A la fiesta de las antorchas y los lazos se ha sumado de manera un tanto miserable la izquierda más radical, empeñada en la ecuación «historia de España: facha», digna de psicoanálisis o de un buen bibliotecario. Y en una memoria histórica que no reconoce a todas las víctimas (ni a todos los verdugos). Todo lo que vaya contra España les va bien, banderas de división, discursos de trinchera que señalan culpables y la conclusión de que «en América, nada que celebrar». Matices no alcanzan en el frentepopulismo.
Grandes males
Mientras tanto, quienes están llamados por su cargo a defender lo que somos han dimitido de esa dignidad. Esto explica en parte que «Imperiofobia» se convirtise en un fenómeno editorial porque acertó con un tema, la defensa de nuestra historia y le añadió un atractivo tono polemista, marca de la casa, que Elvira Roca ha llevado a sus artículos también a veces alejada de muchos matices. Así se entiende que arremetiese contra Alatriste y en general contra la exitosa ficción con cierto sabor pesimista de algunos intelectuales -destacadamente Pérez-Reverte- como algo imperdonable, ejemplo de nuestros grandes males. Pero una ficción que sembró sin duda el gusto por la historia en muchos lectores, que los han leído a ambos, seguramente.
Midió mal. Y el error de usar tanto la porra del guiñol, a diestro y siniestro, ha tenido como consecuencia que, además de su legión de lectores muy respetables que citaba el académico en su artículo del domingo en XL Semanal, de inmediato Roca Barea fue convertida en estandarte para otros más exaltados e incondicionales. Hinchas de Roca Barea, que no nos empujarán hacia una relación natural con la historia porque desprecian la razón de cualquier discrepante, optimista o pesimista, admirador de los viejos ilustrados, liberales o de afrancesados como Goya o Moratín, y frecuentemente en mal tono. Esa ola creció y fue surfeada con cierto oportunismo en los últimos años. Sobre todo porque probablemente no detectó que tenía aliados dentro y fuera, como los historiadores que, capitaneados por María Portuondo, reivindican -en otro tono- el papel de la España del XVI en la historia de la ciencia y en el origen de las Luces (eso sí, casi siempre en secreto por cuestiones de Estado o religión). Al final, el humo de las polémicas no ayuda a ver la verdad de los hechos.
Pronto empezaron las críticas más duras a «Imperofobia» desde la izquierda con artículos en « Ctxto» y « El País», además de un libro ex profeso -o ex profesor- de José Luis Villacañas, gurú de Íñigo Errejón, cuyo peor defecto es lo ramplón y personal de sus críticas a la ensayista. Roca dijo bien cuando sentenció que había sido escrito «no contra “Imperofobia”, sino contra su éxito». Y así estamos. En determinados medios la han convertido en el pim pam pum de su propia falta de argumentos, analizando con sectarismo hasta sus notas al pie, y no siempre con el rigor cuya ausencia denuncian en las obras de ella. Así se alimenta un discurso hegemónico para tranquilidad del progresismo.
Pero ahí hay más: quien esto escribe preguntó en rueda de prensa a dos ministros por qué nos volcamos con la siempre necesaria memoria del exilio de la guerra civil y no hay un miserable euro público para recordar a Hernán Cortés en el quinto centenario de su llegada a México. La respuesta oficial de José Guirao, ministro de Cultura, fue: «Es complicado». Ininteligibles palabras en boca de un ministro de España.
Y cuando Portugal se estaba arrogando una «vuelta al mundo magallánica», la vicepresidenta Carmen Calvo se mostró encantada con las palabras de su historiador de corps, José Álvarez Junco, que negó en el cuartel general de la Armada que la empresa fuera española -en desacuerdo con la Real Academia de Historia- porque fue más bien de la humanidad y porque «España no existía».
Para recuperar la relación natural con nuestra historia solo hay un camino: olvidar que unos u otros tienen (tenemos) toda la razón. En la Transición, hoy tan abollada, eso estaba claro. Se publicaba y aceptaba que las visiones del otro, de la primera, segunda o tercera España eran parte de la historia de todos. Pero se abandonó el relato común, en lo autonómico (17 historias) y en lo nacional (un cero por el fracaso de un relato para todos en toda la educación reglada).
Ayudaría mucho que un Gobierno como el saliente no solo hubiera recordado a Cortés, que hubiera convertido en actos de Estado, con líderes de otras ideologías, si no las exhumaciones de Cuelgamuros, al menos las visitas a las tumbas del exilio y otros actos. Que hubiera comprendido que en la historia de España, que es global, existen oportunidades de muchos tipos, de cooperación incluso con otros países. Pero el presidente en funciones eligió la propaganda y el electoralismo de oca en oca, de elecciones en elecciones. Así que, si me perdona Elvira Roca, ¿cómo no ser pesimista si el Gobierno que viene es un banquete ofrecido en la Moncloa a los comunistas y los independentistas? En eso tiene razón Pérez-Reverte, nos bastamos solitos, no hacen falta conspiraciones internacionales.
La relación natural con la historia la perdimos hace 200 años, como cuenta muy bien Jesús Torrecilla en el libro «España al revés». Reprimidos o exiliados por la persecución de Fernando VII los liberales del XIX inventaron otra manera de ser españoles, a la contra, fijándose en los comuneros contra el poder imperial, en al Andalus frente a la idea de Reconquista y de ese modo nacieron los dos discuros históricos y las dos Españas que habría que intentar suturar. Justo en aquel tiempo Goya -¿quién si no?- debió pintar El Coloso, el gigante que se levanta en los Pirineos, metáfora de los hinchados atributos del pueblo español puesto bien cerca del límite. Pena que nuestro (mal) genio no despierte antes, cuando aún hay tiempo. Siempre demasiado tarde.
SIEMPRE ACERTADO
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