El colapso en el mayor centro de recepción del continente, en la isla griega de Lesbos, simboliza la ineficaz respuesta de la UE al desafío migratorio.
Año y medio. Acababa de llegar a la isla griega de Lesbos desde Afganistán, en un viaje que emprendió solo, sin familia ni amigos, y que duró un mes. Con 16 años, había logrado alcanzar Europa. Pero en vez del espacio seguro que buscaba, esa Unión fundada en los derechos humanos y en la solidaridad, acabó en el campo de refugiados de Moria. No se imaginaba que estaría cuatro meses rodeado de alambradas con concertinas junto a miles de personas hacinadas —ahora hay unas 15.000, en unas instalaciones concebidas para 2.800— que tienen que hacer colas de horas para poder ir al baño, para comer, para que les vea un médico, para que tramiten sus peticiones de asilo. Un lugar donde hace unos días murió de deshidratación un bebé de nueve meses. “Huimos de la guerra y de los bombardeos para seguir vivos, no para vivir en el infierno”, dice. Está a punto de cumplir 18 años, y la miseria que ha conocido en Moria le ha arrancado la adolescencia. “Aquí he llorado, me he cortado en los brazos, he intentado suicidarme, he bebido alcohol. Aquí me he hecho mayor”.
La autolesión de Abbas (nombre ficticio) no es una reacción aislada en un campo donde hay 1.100 menores solos, la mayoría en pequeñas tiendas de campaña entre los olivos. Abbas fue uno de los pocos que, tras cuatro meses, logró alojamiento en un piso. Hoy debería estar volando al Reino Unido para reunirse con su hermana, pero sigue atrapado en una maraña burocrática que le impide salir de la isla.
Moria no es sólo el campo más poblado e infame de Europa: es donde entran en colisión los intereses geopolíticos de Turquía —que aloja a 3,6 millones de refugiados sirios— y los de la Unión Europea —centrados en contener los flujos de personas, el tema más visceral del debate público en cada país—. Donde la lentitud y el colapso del sistema de asilo griego se superpone a la incapacidad europea de pactar una respuesta común a qué hacer con los refugiados. Donde miles de personas son sometidas a unas terribles condiciones de vida —y no solo desde ahora, cuando la situación ha empeorado, sino desde hace años— que solo han provocado palabras de indignación y planes de alivio. Lo más parecido a una decisión política de erradicarlas llegó la semana pasada, cuando el Gobierno griego anunció el cierre de los campos para el año que viene, pero sólo para sustituirlos por controvertidos centros cerrados. Por ahora, el invierno se acerca y lo que se ve en Moria es desesperación.
El paseo marítimo de la capital de Lesbos, Mitilene, está lleno de cafés, hoteles y terrazas desde donde los cruceros turísticos que se ven llegar contrastan con las patrulleras militares de Frontex. La transición entre esta Europa y la de Moria es brutal. En los ocho kilómetros de carretera junto al mar que las separan se pasa por un castillo medieval, un Lidl, un bonito pueblecito pesquero. Poco a poco se ven grupos de refugiados que van y vienen caminando y, entre los olivos, surge la inmensidad del campo improvisado que rodea las instalaciones oficiales, custodiadas por un muro y verjas coronadas por espirales de concertinas.
Las entradas al recinto vallado están vigiladas, y siempre hay junto a ellas un furgón policial. Una cuesta por la que baja un hilo de agua sucia que huele a podrido separa la zona de tiendas de campaña de la pared del complejo. A un lado, ropa tendida y críos intentando llenar botellas de plástico en una fuente situada junto a unas letrinas. Del otro, un muro. Al fondo, más tiendas de campaña, basura por todas partes, el humo negro que sale de agujeros en el suelo que funcionan como hornos de pan.
Moria está lleno de niños. Juegan en la tierra con palos, van de la mano de sus padres sorteando la porquería del suelo con sus pequeñas chanclas. Otros se entretienen arrastrando a dos bebés en cajas de fruta atadas con cuerdas. No van al colegio, sólo una minoría puede ir al puñado de escuelas creadas por ONG. La siria Rim, de 24 años, y su marido Naim, de 34, viven en una pequeña tienda entre los árboles con sus cuatro hijos. El menor es un bebé que duerme dentro. Los otros tienen 12, 10 y 5 años. Ellos ya eran desplazados por la guerra en su país, y vinieron desde Idlib en septiembre huyendo de los combates. En la zona de tiendas de campaña, donde vive esta familia, Médicos sin Fronteras calcula que tan sólo hay una ducha por cada 506 personas y un retrete por cada 210.
Pero lo peor llega por las noches. “Nadie duerme, pasamos miedo”, dice Rim. Hay peleas, gritos, robos. A ellos les rajaron la tienda y les quitaron el móvil, uno de los objetos más valiosos: perderlo es perder el contacto con la familia y con el mundo fuera de aquí. Un hombre se suma a la conversación y explica que fue a acompañar a su esposa al baño —varias explican que no pueden salir de las tiendas de noche hasta la letrina por miedo a agresiones sexuales— y le hirieron cuando le intentaron quitar el teléfono, dice mientras se remanga el pantalón y muestra un par de cortes.
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