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martes, 13 de mayo de 2014

EL SUEÑO EUROPEO SE DESVANECE PARA LOS ESPAÑOLES

González firma el Tratado de Adhesión de España a la CE

El maná menguante europeo

La relación de España y la UE está marcada por el progreso económico y la modernización

La crisis emborrona un legado de casi 30 años.

Los padres de la Unión Europea lo tuvieron relativamente fácil; encontraron un ethos, la paz, y tiraron de ese hilo. Para los padres del europeísmo español también fue más o menos sencillo: en plena Transición localizaron los motores adecuados, la libertad y la democracia, y arrastraron con ellos a todo un país con un proyecto generador, modernizador y de bienestar. El sensacional progreso económico de las tres últimas décadas —ayudado por una lluvia multimillonaria de fondos europeos, menguante a medida que España se iba acercando a la media europea— y los cambios de las estructuras políticas y administrativas han sido indisociables a la apuesta europea y vertebradas en gran medida por ella, por mucho que la crisis actual amenace con convertir todo eso en una macedonia confusa.
La tentación de la cita de Ortega: “Clávese sobre España el punto de vista europeo. España es una posibilidad europea”. La Unión es la idea fuerza de las tres últimas décadas. Un éxito si se ponen las luces largas, pero con el borrón de la última etapa de crisis. Es curioso el recorrido que trazan algunas de las mejores ideas: hay al menos dos formas de contar la historia de las relaciones España-UE. Una: el ingreso en la Unión fue la forma de asentar la democracia, de modernizar el país, de reformar las instituciones, de liberalizar la economía, de tener multinacionales, de elevar el bienestar; de activar, en fin, una galopada que triplicó la renta per cápita desde 1986, el año de la entrada de España en el club europeo. Según esa tesis, el ingreso supuso una suerte de segundo capítulo de la Transición: no ha habido ni hay otro proyecto nacional en la España contemporánea que no esté vinculado a la recuperación de su vocación europea. La crisis mancha parte de ese legado, y ha activado un desencuentro inédito entre la ciudadanía, pero es solo una anécdota que desaparecerá como una raya en el agua cuando llegue la recuperación, siempre según ese punto de vista.
La segunda visión, marcada por la explosión de la burbuja, la resumía implacable un primer ministro de uno de los grandes países europeos en plena negociación sobre el rescate a España, hace ahora dos años: “Aeropuertos sin aviones, autovías sin coches que no llevan a ninguna parte, miles de kilómetros de tren de alta velocidad a costes discutibles, una banca que financió los excesos sin supervisión, secarrales en los que la tierra se convertía en oro. ¿En qué se gastaron ustedes el dinero europeo? ¿En qué estaban pensando?”.
La realidad debe estar en algún punto entre esas dos interpretaciones. El democristiano Marcelino Oreja, personalidad clave en las relaciones con Europa, asegura que para los españoles la UE está indisociablemente unida a “la democracia y la modernización de la etapa posterior a la Transición” y a “unas ventajas enormes en forma de fondos europeos”. ¿Parte de los problemas actuales son achacables a Europa? “No: la culpa de la crisis es esencialmente nuestra, aunque hubiera incentivos perversos, aunque algunas de las recetas aplicadas para combatirla sean discutibles”, sostiene. El socialdemócrata Manuel Marín, otro nombre capital en lo relativo a la UE, subraya que la integración europea “es una de las operaciones más rentables que ha hecho España a lo largo de su historia”. “Por el anclaje político, que en aquella época no estaba tan claro, y por el reto formidable que supuso para las estructuras institucionales y económicas que venían de 40 años de dictadura”. A España, dice, le sienta estupendamente la disciplina exterior: “Las políticas comunitarias han venido bien porque no es nuestra mayor virtud anticipar las cosas, esbozar proyectos. La política agraria y pesquera, la reforma de la economía, las becas Erasmus, el sistema fiscal, la posibilidad de tener una política exterior coherente: asuntos esenciales de las tres últimas décadas están conectados a Europa”. “El esfuerzo mereció la pena”, termina Marín, “aunque las dudas actuales sean lógicas porque el ajuste exigido tras los excesos, que también los hubo, es demasiado duro, con chapuzas como la última reforma de la Constitución”.
Las relaciones de España con Europa son la crónica de una metamorfosis: del entusiasmo de las dos primeras décadas al alejamiento a partir de la crisis. “Europa era el hada buena que permitió financiar infraestructuras, que daba fondos para modernizar el campo, que construía depuradoras y conseguía que en los ríos asturianos pudieran pescarse truchas otra vez, que otorgaba credibilidad internacional y eliminaba el peligro de devaluación”, afirma Josep Borrell, expresidente del Europarlamento. “Pero la crisis ha diezmado ese relato: Europa es ahora la madrastra que impone disciplina, que exige recortes dolorosísimos, que abusa de los corsés beneficiosos para los intereses de los países acreedores”. “Ese legado claramente positivo que ha dejado la Unión en España no se borra de un plumazo, pero sí se devalúa con una gestión de la crisis que en ocasiones ha rozado lo salvaje, y que nos ha despertado de un ensueño: las políticas adecuadas para salir del túnel ya no están en nuestras manos. Hemos perdido un enorme grado de libertad política. Y quienes están al mando obedecen otros intereses; no precisamente los nuestros”, critica.
El sociólogo Ignacio Sánchez-Cuenca añade que España era un extraño caso de unanimidad entre la ciudadanía y las élites a favor de Europa. “Es evidente que a España le ha ido bien, en general, en Europa. Pero ahora los índices de apoyo a las instituciones europeas están por los suelos. Los españoles son capaces de reconocer que las mejores décadas de su historia van indisolublemente unidas a la entrada en la UE, pero eso no les impide ver que el momento actual es desastroso y que la política de la Unión es contraproducente: ese es un grado de madurez que las élites no han alcanzado”, dispara. “Se hace imprescindible un cierto grado de pragmatismo: si la UE funciona, España debe seguir siendo europeísta; si no, hay que dejarse de lirismos y de declaraciones de amor y abrir de una vez un debate sobre pros y contras de la Unión”, cierra Sánchez-Cuenca.
La esperanza de vida era de 76 años en 1986; hoy alcanza los 83. La renta per cápita estaba en torno a los 7.000 euros; ahora es de unos 23.000, rozando la media europea. Hay unos 7.000 kilómetros de autovías, frente a los 700 de hace 30 años. Pero hay también cifras menos pintureras: la inflación rozaba el 10% y eso suponía graves problemas; ahora está cerca del 0% y eso genera otro tipo de líos. El paro, en medio de una grave crisis industrial, era del 17%; media docena de reformas laborales después, y ya casi sin industria, hoy es del 26%.
La aceleración económica de esos casi 30 años ha sido espectacular, aunque se incluya el último lustro de crisis severa, tanto por las aportaciones de fondos europeos (en torno al 1% del PIB anual) como por la entrada en un mercado único que obligó a modernizar la economía: España es, junto con Alemania, el único país europeo que desde el cambio de milenio ha mantenido su cuota de exportación mundial. “Hay datos de sobra para matizar el derrotismo, el regeneracionismo, el noventayochismo del que se suele abusar en España”, analiza Antonio Quero desde la Comisión Europea.
“Es cierto que el euro y la entrada masiva de capitales anestesió la necesidad de reformas y España llegó a creerse que podía mantener un déficit exterior del 10% del PIB, algo que el capitalismo moderno solo permite a Estados Unidos. Y es cierto que no se hizo casi nada contra ese triángulo de las Bermudas que se retroalimenta: un modelo productivo anticuado, un mercado de trabajo dual y un fracaso escolar desesperante”, afirma. “La Unión es la historia de un éxito con asignaturas pendientes: las infraestructuras tal vez sean el ejemplo más claro. España es un modelo en Europa de lo que puede conseguirse gastando bien, aunque a partir de 2000 cometiera los excesos propios de una etapa de superabundancia. Irlanda no invirtió en carreteras, sino en capital humano, algo que España no supo ver”, añade Quero.
Si alguna vez España boxeó por encima de su peso en Bruselas, hoy lo hace muy por debajo: “La pérdida de influencia es evidente y la crisis no es la única explicación”, explica Ignacio Molina, del Instituto Elcano, en Después de tocar fondo. Los españoles, con errores y aciertos, llegaron a creer que podían hacer lo mismo que los demás, y se pusieron a hacerlo incluso mejor: “Uno va a Galicia y se lleva la sorpresa de que ahora no exportamos emigrantes sino moda” (Felipe González: Mi idea de Europa). La crisis de la deuda ha servido para que España termine por darse cuenta amargamente de la trascendencia que sigue teniendo el factor europeo en su destino.
En medio de esa crisis, Europa y España buscan desesperadamente una nueva urdimbre narrativa a la vista de que los viejos motores de la Unión tienden a remolonear: la paz y la democracia ya no son suficientes para contrarrestar un eurodesencanto creciente, y que es el correlato de esa fractura Norte-Sur, acreedores-deudores, en la que ni los ricos ni los pobres están satisfechos. Con Europa encallada en una crisis oceánica, la brecha centro-periferia ha propiciado una renacionalización de las políticas y ha reavivado la necesidad de tener proyectos de futuro a nivel nacional. “Y es ahí donde España queda en evidencia. No parece capaz de elaborar un proyecto nacional, y falta de Europa —y perdido el ímpetu de la Transición— ha vuelto a sus cuarteles de invierno. No hay ambición, no hay proyecto, no hay pulso”, apunta César Molinas en Qué hacer con España.

Autovía al turismo

 
El museo de la moda en el casco urbano de la villa de Allariz. / NACHO GÓMEZ
La carretera de las Rías Baixas ha consolidado Allariz como municipio residencial y destino de ocio en Galicia
María revuelve entre el sinfín de folletos turísticos que ofrece la oficina de información de Allariz. Acaba de llegar desde Oporto con su madre para visitar por segunda vez esta villa ourensana. Han recorrido 214 kilómetros en coche: sobre dos horas y media de viaje por autovías portuguesas y españolas. Desde O Porriño (Pontevedra) hasta Allariz, por la Autovía de las Rías Baixas: la A-52. “Un paseo”.
La oficina de turismo alaricana recibió el año pasado 29.158 consultas de visitantes (37.184 en 2009, antes de la crisis). Y como María, la mayoría (un 63,9%, según datos del informe sobre demanda turística en Galicia realizado por la Universidad de Santiago de Compostela) insisten en el destino. Allariz los espera con esa calma chicha que se cuela por entre las rendijas del derroche patrimonial (cultural, pero también medioambiental) preservado a golpe de una gestión municipal recompensada en 1994 con el Premio Europeo de Urbanismo, pero espoleado por esa lanzadera que ha supuesto la autovía, finalizada en 1998. “Es cierto que algunos estaban recelosos al principio; creían que los coches no pararían nunca más en el pueblo, al no atravesarlo ya la carretera, pero ha sido todo lo contrario”, reconocen los vecinos la contribución de la A-52, subvencionada con fondos comunitarios, a su desarrollo económico.
Europa aportó los fondos que pusieron a Allariz a un tiro de piedra del turismo casi al mismo tiempo que premiaba la gestión del municipio —liderado en aquel momento por el nacionalista Anxo Quintana— con la rehabilitación urbanística y medioambiental. La conjunción de estos factores convirtió a la villa en uno de los principales referentes turísticos de Galicia. La A-52 —sitúa esa bucólica postal a 20 minutos de la capital de la provincia— lo convirtió en dormitorio de Ourense y obró el milagro de la multiplicación de sus habitantes (supera los 6.000, con un crecimiento de 200 habitantes por año hasta 2010 en una de las provincias más envejecidas del país).
“Patrimonio histórico cultural, naturaleza y todas las posibilidades educativas y equipamientos deportivos para mis hijos”, enumera Rosa (ourensana afincada en Allariz) las opciones que la llevaron, hace ya casi diez años, a trasladarse a vivir ahí con su familia. No se arrepiente. Sus hijos se crían en un apacible entorno rural sin renunciar a las prestaciones de la ciudad. Ella y su marido —ambos funcionarios— recorren de buen grado los 20 minutos de viaje que separan su domicilio de sus empleos en Ourense. “Calidad de vida”, resume. Y asegura que los sábados se encuentra a sus compañeras de trabajo que viven en Ourense de compras en la zona del casco histórico de la villa convertida en outlet o paseando con sus familias por el espectacular entorno del río Arnoia: “No hay distancia”.
Allariz despliega todos sus encantos para seguir en marcha. Los sucesivos Gobiernos municipales —en manos del BNG desde final de los 80— han sorteado el riesgo de convertir el pueblo en el belén viviente de un casco histórico rehabilitado con mimo, dotándolo de constantes iniciativas que activen su desarrollo económico.
En la oficina de información, María pregunta itinerarios y el empleado le sugiere una retahíla de propuestas. Ella escucha y concluye que no tendrá más remedio que volver: “No son más que un par de horas” de viaje.
COMENTARIO:
Eso es lo que nos ha conducido a esta situación de ahora. El creer que el dinero europeo era maná, gratuito y sin contraprestaciones. Además lo dieron sin controlar a quien se lo daban y de cómo lo gestionaban. Se lo han repartido y como han visto el chollo han seguido con el dinero del contribuyente. Suma y sigue. Y seguimos votándoles.

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