Conguitos y brazo de gitano
El problema actual es que la historia de España no se enseña en una parte importante del país. Y allí donde se enseña, se hace de forma tan somera que pocos españoles son capaces de reconocer los nombres de conquistadores que, uno por uno, habrían dado para diez películas memorables y varias series televisivas en cualquier otro país occidental.
De niño fui un consumidor compulsivo de conguitos. Después los tomé solo en el cine, y cuando las pantallas de televisión alcanzaron en tamaño a las de las salas Alex de Rambla de Cataluña, se acabó. Uno solo puede ver la bolsa de conguitos con simpatía cuando le transporta a los 5 años de edad o a la gran pantalla. Eso sí, entendería como un recochineo punible que el afamado producto lo hubieran creado y mantenido hasta hoy con el mismo nombre en Bélgica, cuyo rey Leopoldo II fue propietario personal del llamado Estado Libre del Congo.
Digresión. De acuerdo con la contemporánea idiotez literalista, aquel país fue libre. ¡Ah, su nombre lo decía! ¿O es que no siguen los
medios de forma acrítica a las agencias cuando califican de antifascistas a los que así se autodenominan? Pues tan antifascista es el movimiento Antifa como democrática fue la RDA, por la letra de. Y tan democrática fue la RDA como libre había sido la propiedad privada de Leopoldo. O independiente, que también así se la llamaba.
Quien desee hacerse una idea rápida del trato que, en pos del caucho, se dio a los congoleños cuando eran de Leopoldo, y luego, cuando fueron de Bélgica, puede acudir a «El sueño del celta», novela de Mario Vargas Llosa, fiel en el retrato de los abusos coloniales. La especialidad belga en el Congo era la mutilación masiva. O sea, que entendería el escándalo si los eurodiputados, después de adquirir sus bolsitas junto a la plaza Luxemburgo de Bruselas, se llevaran a la boca durante los plenos esos cacahuetes bañados en chocolate, pero con el nombre original de Petits Congolais, con la misma ilustración, con similar prosopopeya.
La prosopopeya es lo que alarma en realidad. El caso es que ya existe un dulce llamado congolais, pero es una especie de panellet de coco. Habría que estar muy mal para intuir ahí una persona. Pero los conguitos, ay, son pequeños seres humanos, diminutos, redondos y simpáticos. Los dibujaron provistos de brazos y manos, ojos y gruesos labios. Se arguye que también existen conguitos blancos, pero hay un problema: parecen negros albinos, los maltratados entre maltratados, perseguidos hasta la muerte por las hechicerías locales.
¿España es racista? A ver, a España le pasa como al cacahuete con chocolate, que no es un ser humano. Los ofendidos profesionales viven en un mundo de absolutos (no diré en blanco y negro para no calentar más las cosas), pero en términos relativos, esto es, comparándonos con otras potencias que se expandieron, el Imperio español le puede dar lecciones de humanidad a Francia, a Inglaterra, a Holanda y no digamos a Bélgica. Por algo el nuestro era un Imperio y lo otro potencias coloniales.
Imperio británico es solo un nombre. Cómprenlo los idiotas literalistas. Los desvelos españoles, desde el principio de la conquista, por los derechos de los indígenas están plenamente acreditados. Las potencias coloniales no han conocido nada parecido al testamento de Isabel la Católica, nada lejanamente similar a un fray Bartolomé de las Casas, que -con todas sus exageraciones- se vio complacido en sus planes y pretensiones por el Emperador Carlos.
Lo esencial es que los nuevos territorios del Imperio no se convertían en propiedades del Rey o de Castilla, sino que se unían a esta bajo la misma Corona y bajo órganos compartidos. Pareja condición y estatus tuvieron peninsulares e indígenas. Y los habitantes del Sahara, corriendo el tiempo. Por cierto, si algo debemos lamentar es haber abandonado en 1975 a esos compatriotas. Fue un año crítico, sí, pero aquella huida es una mancha que permite injustamente cuestionar un modelo de expansión histórico que había sido en general ejemplar.
España dejó América llena de caminos, ciudades, escuelas, hospitales, iglesias, universidades e imprentas. No hay un caso similar. Destaca la protección de los indios y de los esclavos negros en la sanguinaria expansión de los Estados Unidos, a cuya independencia habíamos contribuido decisivamente. Lo pagaríamos poco después, cuando Inglaterra apoyó los procesos de emancipación del siglo XIX.
El problema actual no es que se manejen versiones alternativas, lo que se conoce como leyenda negra. El problema es que no se maneja ninguna versión en absoluto porque la historia de España no se enseña en una parte importante del país. Y allí donde se enseña, se hace de forma tan somera que pocos españoles son capaces de reconocer los nombres de conquistadores que, uno por uno, habrían dado para diez películas memorables y varias series televisivas en cualquier otro país occidental. No es que España se odie; es que se ha olvidado de sí misma. Y no me quiero deslizar, tras lo dicho, por el tobogán de la prosopopeya. Aunque los rasgos nacionales existan. Que existen.
Llegados a esta nada que a veces llamamos posmoderna, pero que no merece el esfuerzo porque la nada nada es, no estaría de más medir nuestras actitudes, a ver cuánto racismo encontramos. Otras cosas se han medido: España está entre los países más seguros para las mujeres (términos relativos; es lo que hay); también aparece entre los más tolerantes en materia LGTBI+. ¿Y los gitanos? Qué poco se quejan. Que les pregunte Tezanos. O mejor alguien serio. Cuando el golpe de Estado separatista, no se vio apoyo más entusiasta a la Guardia Civil que en los barrios gitanos de Cataluña. Cómo se quiebran los tópicos. Pensemos en alternativas al brazo de gitano de las pastelerías. Nosotros a lo nuestro, porque sería insólito que, a cuenta de los conguitos, nos comiéramos nosotros, hijos del Imperio del mestizaje, la brutal colonización belga.
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