El extraño liderazgo de Rajoy
Esto es lo que tenemos en España: el liderazgo extraño, ni transformador ni transaccional, de una persona cuya mediocridad abochorna a cualquiera. Hay que agradecerle que no alimente las aventuras irresponsables, como sus colegas ingleses
Cuando, al hablar de política, pronunciamos la palabra liderazgo, sin querer se nos viene a la cabeza un adjetivo contundente: carismático. De golpe se nos aparece un discurso eléctrico de Adolf Hitler, que alcanza el paroxismo entre gritos y brazos en alto; o la voz pausada de Winston Churchill, explicando a los atribulados británicos, en mitad de la guerra, que solo podía ofrecerles “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Los verdaderos líderes conectan con sus huestes, y hasta con un pueblo entero, reúnen a sus ojos cualidades extraordinarias y marcan su propia época con una personalidad inconfundible.
Si descendemos de las alturas donde habitan los grandes villanos y los héroes de una pieza y volvemos a nuestra prosaica realidad, por fortuna algo menos violenta, el carisma no parece tan exigente: se lo atribuimos a individuos que simplemente desprenden cierto magnetismo o convencen a otros con su ejemplo o sus habilidades retóricas. En todo caso, el liderazgo de un político depende siempre de lo que piensen sus seguidores y, más allá, de las impresiones de la ciudadanía en general, sobre todo cuando se trata de alguien que actúa en una democracia y no se impone por la fuerza. Existen al respecto varios estilos posibles, que los especialistas en el tema han intentado definir durante décadas.
Hoy en España gobierna un personaje, Mariano Rajoy, cuya fortaleza resulta tan evidente como difícil de clasificar y explicar. Criado en el conservadurismo provinciano y mesocrático, registrador de la propiedad bregado en la Administración local y ministro de varias carteras, director de campaña y secretario general del Partido Popular, fue designado a dedo por José María Aznar para encabezarlo y perdió dos elecciones consecutivas. Sin embargo, desde 2011 ha logrado éxitos indiscutibles: una mayoría absoluta en su primera victoria y otros dos triunfos seguidos en diciembre de 2015 y junio de 2016, en estas últimas ocasiones sin aquel abrumador apoyo. Y todo ello con el viento en contra, navegando a través de una profunda crisis económica, frente a un cambio del sistema de partidos que amenaza su espacio ideológico y rodeado de casos de corrupción. Si hubiera una nueva convocatoria electoral, es probable que volviese a ganar. Se podría parafrasear a Augusto Monterroso para decir: “Cuando despertó, Rajoy todavía estaba allí”.
Los estudiosos suelen hablar de dos tipos de líderes: el transformador y el transaccional. El primero, creativo y renovador, es capaz de formular un proyecto que, en connivencia con sus partidarios y con el grueso de la población, construye un orden político y social distinto. Es el jefe inspirador y adorado, con un carisma que se crece en situaciones críticas: por ejemplo, Franklin Delano Roosevelt en los Estados Unidos de la gran depresión, cuando sus mensajes optimistas animaban a los americanos corrientes y daban esperanza a los demócratas de un mundo arrasado por los totalitarismos; o Margaret Thatcher, que revitalizó el orgullo británico en tiempos de declive y le dio la vuelta al papel del Estado en las sociedades occidentales. No parece que Rajoy pertenezca a esta familia, pues nadie piensa que reúna virtudes excepcionales o que pueda transformar nada, y sus alocuciones resultan tan vacuas como previsibles. Costaría encontrar a un solo español entusiasmado con su figura: su carisma, sencillamente, no existe.
Podemos vivir sin un líder carismático que nos ilusione, pero merecemos otra cosa. O no.
En cuanto al líder transaccional, es el que hace de lubricante en el sistema establecido, el que resuelve problemas y para ello busca acuerdos y complicidades. Un político pragmático que además conecta con las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos, que ven representados y bien defendidos por él —o por ella— sus intereses. Bill Clinton, el negociador que hubo de lidiar con un Congreso hostil e impulsó la bonanza norteamericana; o Angela Merkel, que maneja una gran coalición con sus principales adversarios y ha reducido al mínimo el desempleo en Alemania, serían buenos representantes de este modelo. Un modelo al que se acerca más Mariano Rajoy, pues al iniciar su presidencia tenía a sus espaldas una larga labor ministerial y hoy presume de eficacia en la lucha contra la nueva gran depresión que comenzó en 2007.
Muchos simpatizan con ese tipo corriente que hace lo que puede y todo lo explica con términos como “razonable” o “lógico”, se fían más de él que de sus torpes contrincantes. Pero tampoco esta imagen persuade a la mayoría de los españoles, quienes le otorgan unos ínfimos niveles de aceptación: poco más de un 3 sobre 10. A sus votantes, que le conceden un aprobado alto, se les ve más resignados que convencidos.
Cabe, en fin, un tercer tipo de líder, el que, sin carisma y sin especiales dotes como gestor, demuestra en cambio una gran habilidad para seguir al mando. Aunque, más que de un líder, se trataría de un mero dirigente, con poder pero sin autoridad. Y aquí la trayectoria de Rajoy merece un sobresaliente, aunque no haya igualado todavía la de Giulio Andreotti en Italia. Su solidez se cimenta en su partido, donde ejerce de mínimo común denominador entre las diferentes facciones y clientelas territoriales que lo componen; y en algunas muy publicitadas capacidades. Como la de saber esperar a la hora de tomar decisiones, que le impide despedir ministros y sancionar comportamientos sospechosos. O la de salir ileso de ataques y denuncias, aunque provengan de Aznar, su antiguo mentor. Frente a los escándalos que impactan de lleno en su organización, apenas pestañea; sus rivales se destrozan mientras él aguanta: Rajoy es ese espectador que ve pasar bajo su balcón, con media sonrisa, los cadáveres de sus enemigos.
Los españoles le otorgan unos ínfimos niveles de aceptación: poco más de un 3 sobre 10
A falta de algo mejor, esto es lo que tenemos: el liderazgo extraño y un tanto misterioso, ni transformador ni transaccional, de una persona sin chispa, cuya mediocridad abochorna a cualquiera. Hay que agradecerle, desde luego, que no alimente las aventuras irresponsables, como sus colegas ingleses. Y reconocerle asimismo algún mérito en la ausencia, entre nosotros, de esa extrema derecha nacionalista y eurófoba que avanza en buena parte del continente. Pese a que aquí también abunden sus potenciales caldos de cultivo, desde el órdago catalán hasta las torpezas de la Unión. Pero tampoco pueden ignorarse su incapacidad absoluta en política exterior, que lo ha conducido a la irrelevancia en cualquier foro; su falta de propuestas para Cataluña; su estólido rechazo a la negociación franca o su sistemático encubrimiento de las corrupciones estructurales en el Partido Popular, que quizá terminen por mancharle.
Podemos vivir sin un líder carismático que nos ilusione o nos subyugue, pero nos merecemos otra cosa. O no.
CIERTAMENTE NO ES UN LÍDER CARISMÁTICO.
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