El Rey Juan Carlos y Felipe VI, en 1977
Felipe VI, el rey sereno
Preparado, tranquilo, familiar. Partidario de la conversación verdadera, más allá de la campechanía. Así es el nuevo monarca.
Este hombre de apariencia tranquila y gesto amable le ha llegado la hora de representar a los 46 años el papel que le encomendaron desde su nacimiento. O al menos, en la práctica, desde el fin de su niñez, cuando a los 12 años comenzara una instrucción específica para reinar en un país al que su padre, el Rey, había llegado al trono de la mano de un dictador, aunque había logrado romper el maleficio de su apodo, Juan Carlos I el Breve, y su escasa popularidad gracias al esperpéntico intento de golpe de Estado de 1981. La aparición televisiva de don Juan Carlos la noche del 23-F situó su figura por encima de los errores previos que hubiera cometido y le refrendó como Jefe del Estado, en un acuerdo de respeto que la clase política acató y la ciudadanía asumió. En todos estos años, la Corona ha sorteado tensiones nacionalistas y ha salido a flote tendiendo la mano tanto a los que no comulgaban con la institución como a los que no creían en España. Mientras los políticos veían decrecer sus índices de popularidad, el Rey ha disfrutado durante más de dos décadas de una existencia apacible en un país, curiosamente, poco monárquico, ajeno al respeto a la institución del que goza, por ejemplo, la Corona británica.
Pero esa paz comenzó a resquebrajarse hace unos años. Cabe pensar que los asesores de la Casa Real han sido los últimos en darse cuenta. Pude percibirlo cuando hace unos meses, en la cena previa a la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, mi compañero de mesa, un antiguo trabajador de la Casa, me preguntó cómo creía yo que se percibía actualmente la institución. Sin nada que perder, ni que ganar, me lancé a explicarle cuáles eran mis impresiones, bastante menos optimistas de lo que él esperaba, porque atajó mi disertación diciendo que, aun estando inmersos en un periodo difícil en el que confluían todas las crisis posibles, el prestigio del Rey se mantenía inalterable.
Pocos de los llamados monárquicos quisieron ver que en un país en el que crecía imparable el descrédito de las instituciones no iba a ser posible que se librara del desastre la más débil de todas ellas, la que no estaba sustentada en la fuerza de los votos; la que, aun estando basada en los lazos de sangre, se ha de refrendar a diario a fuerza de impecabilidad en el comportamiento. Todo aquello que ha venido afectando a la figura del Rey, las corruptelas del yerno y su discutible estilo de vida, fue socavando el crédito que el pueblo le concedió a la institución en los años ochenta. Nadie mejor que Santos Juliá lo explicó en su artículo La erosión de la Monarquía, publicado en este periódico el pasado febrero, donde el historiador advertía a quien lo quisiera escuchar de que sólo la abdicación podría mejorar el deterioro creciente de la Casa Real. Pero ese clamor social no llegó a los oídos del jefe de una institución que hasta hace bien poco mantuvo su viejo mandamiento: un rey muere en la cama, evidenciando cada día que pasaba su empecinado anacronismo.
Del descrédito de las instituciones no iba a librarse la más débil, la que no está apoyada en votos
El día de la abdicación llegó, sin dar señales de aviso, y de inmediato surgieron las especulaciones sobre las causas que habían adelantado una decisión no anunciada. Felipe VI es ya el Rey, el Rey de España. Pero en estas líneas no se me pide un análisis político, sino algunos apuntes sobre su personalidad, un retrato de la persona con la que he coincidido en algunas ocasiones, de tal modo que trataré de expresar con una mirada limpia cómo lo he percibido, aun a sabiendas de que la furia de los tiempos no permite matices. Se acabó aquella división tolerada entre republicanos-juancarlistas, republicanos, monárquicos-nojuancarlistas y otras combinaciones posibles. Hoy, a los ojos del pueblo, o se es cortesano o se es republicano. No hay otra. Y aunque Felipe VI goza en el comienzo de su reinado de unos índices de aceptación mucho más altos que los de su padre en el final de su tiempo, habrá de vivir tensiones y zozobras hasta que en España se empiece a hablar de felipistas, porque monárquicos al cien por cien hay pocos.
Del que hasta hace poco fuera el príncipe Felipe se destacaba su gran preparación, apelando sobre todo a sus estudios de Derecho, el máster en Georgetown o el obligado paso por la Academia Militar de Zaragoza; pero lo que verdaderamente lo distingue de su predecesor, dado que la preparación académica se le supone, es el haberse hecho hombre en un país democrático, pasado por la universidad pública y convivido en un tiempo limitado con militares que nada tienen que ver con aquellos de los que su padre estaba rodeado. Aunque presiento que lo que marca verdaderamente su manera de actuar es su carácter. Es Felipe VI un hombre tranquilo, sereno, más inclinado a escuchar que a dar su opinión. Cuando comenzó a enfrentarse a actividades públicas, los políticos con los que se medía echaban de menos lo que daban en llamar la campechanía del Rey, esa manera de llegar a los sitios y romper el hielo con una broma; aunque con el tiempo, al madurar y transformarse una timidez un poco rígida en discreta serenidad, muchos son los que agradecen el hecho de poder tener conversaciones verdaderas, no solo protocolarias.
Dicen que don Felipe se parece a su madre. Es cierto, su forma de actuar es parecida. Aquello que definió el rey Juan Carlos como “profesionalidad” se traduce en un saber estar en los sitios que se visita de manera real. La reina Sofía sonríe, pregunta, muestra interés. En ciertos organismos internacionales, como Unicef, valoran siempre su presencia. El año pasado, como consecuencia del escándalo del yerno Urdangarin, doña Sofía estuvo más replegada, menos dada a mostrarse en público, algo que, según Paloma Escudero, jefa internacional de comunicación de Unicef, dejaba a la institución algo huérfana porque su actividad social es intensa. La abdicación del Rey coincidió con la visita de la Reina a Naciones Unidas. Escudero la acompañó a todas las reuniones programadas, y a pesar de que cuando saltó la noticia se produjo un revuelo de periodistas a su alrededor tratando de sonsacarle alguna declaración sobre la recién anunciada jubilación de su esposo, ella respondió como suele, sonriente, con un “todo va a seguir igual” que fue motivo de muchas interpretaciones. Personalmente opino que se refería a su manera de encarar el trabajo, porque tras pronunciar esa frase, a mi entender poco enigmática, se fue derecha a mantener una larga conversación con Ban Ki-moon, el secretario general de Naciones Unidas. Aunque está claro que algo sustancial va a cambiar: la Reina tendrá una comunicación fluida con el actual Rey, algo que no sucedía con el anterior aunque ambos, marido y mujer, estuvieran trabajando para la misma causa.
Le distingue de su predecesor haberse hecho hombre en un país democrático
El matrimonio de Felipe VI le ha mostrado como un hombre familiar. A pesar de que el protocolo obliga a colocar la voz de la ya reina Letizia en un segundo plano, aquellos que los conocen (o quienes en alguna ocasión los hemos visto actuar de cerca) saben que se trata de una relación bastante igualitaria en la que ella no se conforma con pasear los modelos de Felipe Varela. Durante estos años de entrenamiento ha tratado de buscar su espacio en asuntos educativos y sociales, pero ha habido un terreno, el cultural, en el que de una manera privada ha influido de manera activa en los intereses del Príncipe, que ha aumentado su interés por las artes, convirtiéndose en asiduo espectador de cine y cercano al mundo de la literatura. También en este tiempo los dos han ido aprendiendo a cultivar amistades con personas que pueden mantenerles en contacto con el mundo real. El universo de La Zarzuela queda muy lejos de España como para frecuentar sólo a los que en ella trabajan. Si se indaga, si se pregunta, se sabrá que son algunos los intelectuales, periodistas o artistas que han cenado con la pareja, aunque, tras algún burdo tropezón en los primeros años, han tenido la perspicacia de cultivar relaciones con personas discretas, que charlan pero luego no andan con chismes.
Quieren, ante todo, que sus hijas crezcan como niñas, e imagino que en estos días pasados habrán sufrido por la sobreexposición de una foto de Leonor que ilustraba un bulo sobre un sueldo que no existirá hasta que la criatura comience a desarrollar una vida profesional. Como en casi todo los ámbitos, en España las opciones políticas, sea la republicana o la monárquica, se defienden con demasiada frecuencia a base de desprecio y no de crítica razonada. La idea no es mía, la solía expresar Fernán-Gómez cuando aseguraba que el problema de España no es la envidia, sino el desprecio. Él, un republicano convencido, contaba en sus memorias cómo cuando el rey Juan Carlos le entregó en el año 1981 la medalla de oro al mérito en las Bellas Artes, él se la dedicó secretamente a doña Carlota, su madre, por haber sido ésta una monárquica irreductible. Pero estos tiempos son menos sentimentales.
Felipe VI es un hombre tranquilo, más inclinado a escuchar que a dar su opinión
El Rey padre ha dejado al Rey hijo, de momento, una herencia plagada de hipotecas. Dicen que don Juan Carlos hubiera demorado su abdicación hasta que estuviera lista la sentencia del juicio de Urdangarin, pero su marcha se ha precipitado, y ahora será su hijo quien tenga que encarar el desenlace de un asunto que ha empañado, como ningún otro, la imagen del Monarca. No ignora el nuevo Rey que una mayoría de los españoles desea que se celebre (en algún momento) un referéndum sobre la naturaleza de nuestro Estado, dándose la paradoja de que quienes quieren que se celebre sospechan que van a perder, y aquellos que están en contra de una consulta saben, al menos por las encuestas, que lo van a ganar. También es consciente de que, como dice el politólogo Fernando Vallespín, “se halla ante el dilema de presidir el cambio constitucional o quedarse quieto. Haga lo que haga lo tiene difícil, porque si lo hace, se dirá que interfiere en la vida política, vulnerando sus funciones meramente simbólicas, y si no lo hace, se le acusará de no hacerlo. Double bind, como dicen los psiquiatras. No podrá eludir, sin embargo, el fomentar negociaciones entre los partidos y los territorios”.
Le ayudará en el empeño de convertirse en una figura de conciliación su temperamento tranquilo y el convencimiento de que ha de granjearse el respeto de un pueblo en gran parte enajenado por la corrupción, el paro y la falta de conductas ejemplares. No tiene poder ejecutivo, pero tampoco es libre para hacer de su capa un sayo. O no lo es ya como lo fue su padre, como lo fueron en cierto sentido los hombres durante el franquismo. Deberá elegir amigos de conducta intachable y actuará sabiendo que el comportamiento privado de una figura como la suya acaba influyendo de manera positiva o negativa en la imagen pública que se tenga de ella. Deberá rodearse de asesores que asesoren, no que se vean obligados a obedecer cosas con las que no están de acuerdo. El estilo debe cambiar si quiere que la institución perviva.
El rey padre ha dejado al rey hijo una herencia plagada de hipotecas
De momento, en su título lleva grabadas las letras de la brevedad, como así le ocurriera a su padre. Puede que venza esa condena de inestabilidad y reine durante muchos años o puede que su paso por el trono sea breve. Entonces se convertiría en una figura melancólica, en alguien que habiendo sido educado, instruido, preparado para ostentar un cargo basado en el respeto ajeno, que no en el poder, ha de emprender un camino imprevisto. Haría falta entonces un Tolstói que supiera escribir la gran novela de ese hombre, observándolo y narrándolo desde la niñez, entrando en el alma destinada a la historia, a una historia que puede no cumplirse. No sé si hay novelista en España que pudiera emprender esa tarea sin comenzar el relato dejando claro en el primer párrafo las posiciones políticas de quien lo escribe. Sea como sea, he de terminar afirmando algo que pienso, al margen de cualquier convicción política, simplemente por haber observado al ser humano: este hombre ama a su país. Sea cual sea lo que le depare ese futuro del que en España sólo están escritas las primeras líneas.
LOS CONOCERÉIS POR SUS FRUTOS
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