Twitter y la agitación sectaria
Las redes sociales son la herramienta idónea para la intoxicación a base de bulos, cuando no de operaciones de señalamiento y criminalización selectiva contra las personas.
La adquisición de Twitter por parte de Elon Musk por más de 41.000 millones de euros es, desde el punto de vista del libre mercado y la globalización, una operación impecable. Empresarialmente, la compra es un ejercicio legítimo que Musk ha convertido en el gran exponente del capitalismo, y también en la operación financiera más relevante de lo que va de siglo, incluso desde una perspectiva ideológica. Musk no solo era el hombre más rico del planeta. Desde ahora es también el más influyente, toda vez que esta red social es la canalizadora de millones de mensajes por minuto que, utilizados a conveniencia ideológica de la izquierda por mor del manejo y la perversión del algoritmo, condiciona a la opinión pública de modo sustantivo.
Por ejemplo, en los procesos electorales. No en vano, muchos expertos en comunicación política argumentan que si Donald Trump accedió a la Casa Blanca fue en gran medida gracias a su agresiva campaña en Twitter. Y añaden que su posterior salida también se debió a una campaña masiva de rechazo orquestada desde esa red social. Su implantación demuestra que, desde luego, no es una simple red, sino que conforma de modo impactante percepciones de empatía y rechazo redirigidas con el fin de hacer mella en la opinión pública mundial.
A decir verdad, la oferta económica de Musk no generó demasiado debate en el consejo de administración de Twitter. Ni siquiera se plantearon buscar una oferta superior a los 54,2 dólares por acción que ofrecía el magnate. Las causas están claras: no ha habido interés de otros posibles compradores; Jack Dorsey, el cofundador de la red, dio su apoyo a Musk; el consejo, muy disperso, exhibía indiferencia sobre el futuro de la compañía; y finalmente Musk contaba además con financiación muy solvente. No había más ‘caballeros blancos’ y ya no existía la tensión empresarial y competitiva de antaño. Twitter se apagaba lentamente. Tampoco ha servido de nada el intento de la compañía de activar lo que se denomina la ‘píldora envenenada’, según la cual los accionistas podían comprar acciones con descuento si un inversor superaba el 15 por ciento del capital en una transacción que no contase con el visto bueno del consejo. Musk tenía perfectamente diseñada la operación. Y así se ha zanjado.
Pero si empresarialmente todo cuadra en los parámetros de una operación financiera de calado mundial, no se puede negar que también encierra peligros. Twitter es un ejemplo de herramienta idónea para la intoxicación a base de comentarios no siempre veraces y a menudo generadores de bulos, cuando no de operaciones de señalamiento y criminalización selectiva contra las personas. Twitter se ha convertido en un conglomerado condicionante del criterio de millones de personas en el planeta, por desgracia incluso por encima de los grandes medios tradicionales. Ha jugado con la libertad utilizando como coartada la propia libertad para convertirla en sesgo ideológico y escoramiento generalizado hacia la izquierda. De hecho, la permisividad en ese sentido ha sido tan constante como la imposición de vetos a exponentes mundiales de la derecha. Twitter fue más un agitador social basado en soflamas robotizadas que un instrumento de neutralidad ideológica. Ahora Musk tiene ante sí un reto: si la tentación es hacer lo mismo pero en sentido inverso, perpetuará un mal endémico por más que ahora sea la ideología conservadora la favorecida. La manipulación, en un sentido o en otro, y concebida como un ajuste de cuentas guiado por la ley del péndulo, no es aceptable. Eso tampoco sería libertad, sino más dosis de populismo irreflexivo y polarizador frente a un concepto constructivo de la ética pública.
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