EL DESEO DE TODO DICTADOR
Vivimos casi en Gran Hermano. Pero no en el de Jorge Javier, quien tanto ameniza a su público, mayoritariamente tercera edad, con las andanzas del tertuliano pillado en orsay por un Skype traicionero. Vivimos en el Gran Hermano original, la pesadilla que soñó Orwell en «1984», donde el Estado aspiraba a controlar hasta los pensamientos de los individuos. Es singular como nuestra «nueva normalidad» imita a la distopía orwelliana. En la novela, el Poder cuenta con un Ministerio de la Verdad, cuya misión es formatear la realidad. En la España de 2020 sucede algo similar. El más relevante cargo del presidente es su gurú mediático, un especialista en moldear la opinión pública a golpe de propaganda. En la novela de
Orwell, el Poder cuenta con una Policía del Pensamiento, que graba las charlas privadas para evitar desviaciones. En nuestro Gran Hermano, Sánchez ha ordenado a la Guardia Civil vigilar lo que se dice en las redes para que no empañe la imagen del Poder. El falseamiento de los hechos de «1984» también se repite aquí, como cuando el presidente anuncia exultante un gran éxito de España en un ránking mundial de test que nadie más que él conoce. O como cuando apela a la «imprescindible unión de todos los partidos», mientras la verdad es que solo se digna a telefonear a sus líderes unos minutos cada quince días. En «1984», el Gobierno ha inventado una «neolengua» para tergiversar la realidad. Nosotros también contamos con una fábrica gubernamental de eufemismos: la «hibernación económica», «la fase cero», «la desescalada», la «nueva normalidad», el lenguaje bélico contra un virus... juguetes semánticos para distraer al público de dos realidades innombrables: 1.- España sigue siendo el segundo país con más muertos por millón de habitantes. 2.- El tsunami económico ya se está sintiendo en hogares y empresas, mientras las ayudas prometidas no llegan.
La «nueva normalidad» política es un experimento de adoctrinamiento del público aprovechando una situación de emergencia sanitaria. Llevamos cincuenta días confinados y con varias libertades fundamentales en suspenso (lo que en opinión de muchos constitucionalistas desborda un estado de alarma). Con el público rehén en sus casas, el Gobierno ha elegido una herramienta clásica de los regímenes autoritarios: adoctrinar a través de la televisión. Sánchez y su equipo de propagandistas eligen las horas estelares y cortan los telediarios, que se ven ocupados por alocuciones de más de una hora del presidente. Lo ha hecho ya una docena de veces. Además, cada día llegan dos rondas de comparecencias de ministros. El Gobierno vive en la televisión, como si nos hubiésemos retrotraído a la URSS de Brezhnev.
Sánchez compareció ayer para anunciar un fondo de 16.000 millones para las comunidades (omitiendo que disparará el déficit y la deuda y que lo pagaremos todos). También para lanzar una amenaza, osada hasta para sus estándares: dijo que si no le aprueban la nueva prórroga podrían suspenderse ayudas como los Erte o las de los autónomos. Convendría ir cerrando Gran Hermano y volver a la libertad, empezando por la económica y siguiendo por el pluralismo político en las televisiones, hoy cancha de un solo actor.
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