Colón y los fantasmas
Es divertido que Colón se haya vuelto no grato en una ciudad donde el separatismo le quiso fabricar un pasaporte falso.
Escribió Neruda, en uno de sus versos más bellos, que los crepúsculos corren borrando estatuas, pero ahora quienes las quieren borrar, por el procedimiento del derribo, son turbas de analfabetos posmodernos poseídos de histeria neopuritana. Cada época tiene sus iconoclastas que interpretan la Historia con una mezcla de adanismo y afán de revancha, sólo que en general los monumentos suelen caer arrastrados por sacudidas de furia revolucionaria que pretenden hacer de todo lo precedente una tabula rasa; en este tiempo, sin embargo, se trata de una pandemia de estupidez talibana cuyos síntomas consisten en interpretar el pasado -sin haberlo estudiado antes- desde la mirada contemporánea. Los contagiados por ese virus de culpa retroactiva, tan típica de la progresía beata, la
han tomado con las efigies de Lincoln, Churchill y otros gigantes a quienes deben la libertad que pisotean con su ignorancia, pero en España tenían que buscar una referencia más familiar y han dado con el pobre Colón para desahogar su fobia abstracta. Hace tiempo que al Almirante le tiene ganas un cierto indigenismo encendido de nostalgia impostada -dolor de los golpes que la vida no les ha dado, que decía Gil de Biedma- por la época en que sus antepasados sacrificaban a los dioses víctimas humanas.
El furor anticolombino ha puesto en un brete a Ada Colau, madrina descalza de todo movimiento antisistema, porque derribar un símbolo tan popular de Barcelona -«para bien o para mal», sic- es mucho compromiso para una alcaldesa. Así que ha dado en «contextualizar» el monumento, salomónica ella, lo que debe de significar rodearlo de explicaciones que más o menos vengan a pedir perdón por el descubrimiento de América. A esto le llaman «resignificación», que tal vez sea peor que la pura piqueta porque supone una lectura histórica sesgada a la medida de un mainstream de mente estrecha. La realidad es que el olfato peronista de Colau admite que se halla ante un icono urbano con demasiado arraigo para atreverse a tirarlo. Lo indulta de tapadillo y escupiéndole en el pedestal con el argumentario barato de una pedagogía de saldo. Y casi habrá que agradecerle que no lo condene a la misma suerte que el busto del Rey Juan Carlos, arrumbado por su despotismo cesáreo en una caja de zapatos.
Lo que no deja de tener gracia es que la figura de Colón se haya vuelto no grata en una ciudad donde el independentismo hizo todo lo posible por adoptarla, previa invención, estrambótica hasta el esperpento, de una identidad catalana. La Generalitat se gastó una pasta en subvencionar a una asociación de orates que llevaron la estrafalaria teoría hasta un congreso americanista de Salamanca. Tanto esfuerzo para nacionalizar al prohombre para que lleguen unos antifas a convertirlo en odioso epítome de la Raza. Qué haríamos sin poder cachondearnos de esta panda de entrañables fantasmas.
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