Cuando se produce una revolución social, da igual el motivo, se abre un acalorado debate que en una revuelta no pacífica y por razones obvias no se toleraría. Pero la interpretación de la violencia de género (el abuso físico o psicológico de un sexo sobre el otro) no se debate ni se ha debatido, ni en los medios de comunicación ni en el Parlamento (se ha limitado a que la parte que se considera ofendida la haya impuesto sobre la mesa, tanto para la constatación de su existencia como para las soluciones a adoptar, entre las que se incluyen medidas legislativas y policiales, así como cantidades ingentes de dinero a disposición de los ponentes y que ellos mismos fijan y administran). Será porque al ser todo evidente no hay materia para el debate, sin que ni siquiera sea necesario individualizar o agrupar los diferentes casos (las variantes), ya que introducido todo en el mismo saco el bulto es mayor, y dando por sentado que, incluso en ausencia del componente físico, la víctima es siempre la misma. Pero en una sociedad libre, abierta y variada, la unanimidad resulta sospechosa.
Escuché decir a una psicóloga: “No creo en la violencia de género, aunque existe, claro que existe”. Es una frase muy fácil de entender y que da pie a abrir un debate que nunca se produce. Y en la interpretación actualmente aceptada sobre la violencia de género conviven dos radicalismos, el primero asegura que la verdad solo es una, la suya, mientras que el segundo se sustenta en que hay que impedir a toda costa el debate. Y hay dos formas de impedirlo, por imposición, o bien a través de leyes promulgadas al dictado. Ninguna de las dos está en uso, al ser incompatibles con un sistema que se autoconsidera como libre y democrático. Entonces, ¿por qué no hay debate? Solo nos queda la “voluntaria” autocensura, el miedo a las consecuencias, porque los medios saben perfectamente que abrir ese melón supone un alto precio. Parece claro que estamos hablando del terror. Un conocido articulista lo definió hace meses como “terrorismo de género” al referirse a los aromas no ventilables de las entrañas de su periódico (el de mayor tirada del país), y que abandonó en ese momento. No hay antecedentes, en una sociedad que se autodenomina democrática y libre, de que un tema cualquiera no pueda ser debatido sin límite de contenido ni de tiempo, entre otras razones porque es la única forma de llegar a entenderlo y combatirlo. A no ser que sea eso precisamente lo menos prioritario.
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