El presidente de EE.UU. busca revertir las políticas proteccionistas de Obama en el Ártico, un polvorín medioambiental y geopolítico .
«El cambio climático ha traído condiciones más favorables y mejora el potencial económico de la región», aseguró esta primavera sobre el Ártico Vladimir Putin, el presidente de Rusia. Lo hizo en una reunión del Foro Ártico Internacional en Arkhangelsk, una ciudad rusa en la frontera del Círculo Polar Ártico que en los últimos años se ha beneficiado del aumento de la actividad económica de la región. «Hoy en día, el PIB de Rusia es el resultado de la actividad económica de la región», dijo Putin en una entrevista con la cadena CNBC, en la que explicó que el 10% de la economía del país se debía a la región ártica.
El cambio climático está levantando la falda de hielo que cubre durante la mayor parte del año el océano ártico y, con ello, facilitando el acceso a cantidades ingentes de petróleo, gas y otras materias primas. Es una combinación fascinante para el gran competidor a nivel internacional de Rusia, EE.UU., y la nueva Administración presidida por Donald Trump: el multimillonario neoyorquino y muchos miembros claves de su Gobierno han demostrado que no creen en la lucha contra el cambio climático -el presidente anunció a comienzos de junio que su país abandonaría el Acuerdo de París- y son devotos de disparar el acceso a recursos fósiles para garantizar la energía de EE.UU. y crear puestos de trabajo.
La confluencia de dos potencias globales antagonistas, un fenómeno climático con consecuencias potencialmente devastadoras y una gran riqueza de materias primas es un polvorín medioambiental y geopolítico en el que Trump podría entrar con un lanzallamas en la mano.
De momento, el presidente de EE.UU. ha dejado clara su intención de explotar los recursos árticos para obtener el máximo beneficio para la economía estadounidense. A finales del pasado mes de abril, firmó una orden ejecutiva para acabar con la prohibición a la exploración y explotación petrolífera en el Ártico y en el Atlántico. «Nuestro país está bendecido con recursos naturales increíbles, incluidas reservas abundantes de petróleo y gas en nuestras costas, pero el Gobierno federal ha impedido la exploración y la producción en el 94% de estas áreas», dijo, y prometió que su política traerá «miles y miles de puestos de trabajo y miles de millones de dólares». En la recta final de su mandato, el antecesor de Trump, Barack Obama, estableció una moratoria de cinco años para la exploración en la mayoría de la costa ártica y atlántica, una prohibición que pocos días antes de acabar su mandato hizo permanente.
A finales de junio, Trump dio un nuevo impulso a estos planes, estableciendo un periodo de 45 días para recibir comentarios de expertos, gobernadores y la industria sobre la apertura de la costa ártica y atlántica para explotación petrolífera. Lo hizo durante la llamada «Semana de la Energía», en la que aseguró que el objetivo de EE.UU. ya no era la «independencia energética» de la que tanto habló Obama, sino la «dominación energética global». Trump ha revertido regulaciones para la industria del carbón -cada vez con menos peso en la creación de energía, pero con una base electoral clave para el presidente-, ha hablado de devolver el brillo a la anticuada infraestructura nuclear y de aumentar la producción petrolífera y gasística al máximo. Un informe del año pasado de la Energy Information Administration apuntaba a que EE.UU. podría empezar a exportar energía en 2026, pero la Casa Blanca quiere que eso ocurra mucho antes, en 2020.
El cambio de percepción sobre el Ártico tiene que ver con la velocidad con la que la región está sufriendo las consecuencias del cambio climático. Mientras que la temperatura global se ha calentado un grado desde la era preindustrial, en el Ártico ha subido el doble. El pasado invierno, los días en los que hace temperatura suficiente para que el mar se congele han sido un 20% menos que la media desde 1980. Con estas condiciones, el deshielo avanza: desde 1980, el nivel mínimo de hielo que se registra en septiembre ha decrecido un 13% cada década y el porcentaje de hielo grueso que permanece todo el año ha pasado de ser el 45% en 1985 al actual 22%. El deshielo de glaciares en el Ártico y sus inmediaciones es una de las grandes preocupaciones de la comunidad científica, por las trágicas consecuencias que tendría en las zonas costeras de todo el planeta.
Lo que no cambia en el Ártico es el tesoro que esconden sus aguas: 90.000 millones de barriles de petróleo, 480.000 millones de metros cúbicos de gas, además de reservas de níquel, cobre, carbón, oro, uranio y otras materias primas. Se calcula que un cuarto de las reservas mundiales de petróleo están en esta región. El deshielo del Ártico ha hecho que muchos lo vean como el nuevo Eldorado, aunque eso está muy lejos de ser una realidad. Sobre todo por los riesgos medioambientales que supone la exploración en regiones tan sensibles -los planes de Trump ya han sido contestados con un aluvión de críticas y demandas por grupos ecologistas- pero además porque, de momento, su viabilidad económica es muy discutible.
Los costos asociados a extraer gas y petróleo en el Ártico solo son rentables cuando el barril de crudo está en un nivel cercano a los 85 dólares, muy lejos de los 45-50 dólares en los que está instalado. En 2015, la petrolera Shell abandonó sus planes de explotar una zona del Mar de Chukchi cuando ya había perdido 8.000 millones de dólares en el intento.
La explotación económica del Ártico será un desafío para el equilibrio geopolítico de la región. Ocho países -Rusia, Canadá, EE.UU., Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca- tienen derechos territoriales sobre sus aguas. El principal actor es Rusia, con la mitad de la costa que da al Ártico en su territorio nacional y con la mitad de los cuatro millones de personas que habitan la región. Con su producción energética cada vez más exhausta, el Ártico se ha convertido en la gran promesa para recuperar la potencia económica de antaño. Esto ha venido de la mano de una mayor presencia militar, con dos nuevas bases construidas en los últimos años y otras cuatro previstas para el futuro. El creciente deshielo también está abriendo vías de navegación imposibles en el pasado y cada actor trata de reivindicar sus derechos territoriales. Incluso países poco árticos han mostrado sus ambiciones: Reino Unido se ha denominado como «el vecino más cercano» del Ártico y China, que ya ha empezado a invertir en la región, se ha considerado a sí misma como un país «casi ártico», a pesar de que su punto más cercano al círculo polar está a 1.500 kilómetros.
Muchos ven al Ártico como el escenario de una nueva Guerra Fría en la que se mezclarán intereses comerciales, energéticos, políticos y medioambientales. «El Ártico es un territorio estratégico clave», advirtió el secretario de Defensa de EE.UU. James Mattis, en su confirmación en el Congreso. «Rusia está dando pasos agresivos para incrementar su presencia. Daré prioridad al desarrollo de una estrategia integrada para el Ártico».
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