EE.UU, la UE y los musulmanes
La comunidad musulmana debiera ponerse en la primera fila de oposición a los talibanes e intentar crear una región sin santuarios para el terrorismo y con un estatuto mínimo de derechos y libertades para sus ciudadanos.
Desgraciadamente, la lectura política desde Europa sobre lo que ocurre en Afganistán se ha quedado en el discurso humanitario, muy loable, pero también insuficiente. Ayer, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, visitó el campamento de refugiados afganos en Torrejón. Por supuesto, Pedro Sánchez no iba a perder la oportunidad para hacerse la foto del gran samaritano, después de un bochornoso silencio en su residencia veraniega. Mientras otros líderes se fajaban en sus parlamentos, daban información y explicaciones o volvían a las sedes oficiales del gobierno, Sánchez no ha perdonado un minuto de su vacaciones... hasta el momento de la foto. Pero todo tiene un coste. Por ejemplo, el de que España no aparezca en el comunicado con el que la Secretaría de Estado de EE.UU. agradece a sus aliados el apoyo prestado a las operaciones de rescate en Kabul. La lista es larga. Ahí están Uganda, Costa Rica y hasta Kosovo. De España, ni mención, pero que no falte la foto. Cierto es que el comunicado es injusto si tenemos en cuenta el esfuerzo que España y sus diplomáticos y militares están haciendo en estas horas críticas. Tras esta elusión se esconde el desastre diplomático del sanchismo, incapaz de reconstruir las demolidas relaciones con Washington ni siquiera con Trump fuera del Despacho Oval, que era la excusa. En esa tesitura, no extraña que anoche se vendiera desde La Moncloa como un triunfo una conversación telefónica con Biden.
La toma del poder por los talibanes ha puesto de acuerdo a las opiniones públicas occidentales en que representa el fracaso de EE.UU. y sus aliados por crear un espacio democrático libre de terrorismo. Lo que no deben ahora es enzarzarse en reproches cruzados, como ayer ocurrió. El argumento del fracaso occidental ya está aceptado y empieza a ser repetido como un mantra que simplifica el análisis sobre el futuro inmediato no solo de Afganistán, sino de toda la región y, también, del terrorismo yihadista global. Hasta ahora, todas las incertidumbres que provocaba el mundo musulmán se dirigen siempre hacia Occidente, como si fueran sus democracias las responsables de las respuestas. Si los aliados han fracasado en Afganistán, el turno ahora es el de los países de la región y, en general, de la comunidad musulmana que debe esforzarse en hacerle a los bárbaros talibanes un cordón sanitario, tanto teórico como práctico.
Europa debe ser solidaria en el acogimiento de toda esa gente desesperada. Faltaría más, pero no puede cargar con todo el esfuerzo. Afganistán está rodeada por países musulmanes, con dos potencias a cada lado, Irán y Pakistán, y tres repúblicas exsoviéticas por el norte, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán. La vuelta de los talibanes al poder marca una inflexión en las políticas de intervención aliadas. La tesis de los neoconservadores de EE.UU. -convertir, a la fuerza, en democracias a países que representan una amenaza- no ha funcionado. Es la comunidad musulmana la que ahora debe demostrar si puede crear una región sin santuarios para el terrorismo y con un estatuto mínimo de derechos y libertades para sus ciudadanos, especialmente las mujeres. Los críticos con las intervenciones aliadas deberían superar sus contradicciones: si algo ha quedado claro, es que solo la disuasión militar ha permitido a los afganos vivir dos décadas en relativa libertad; y en cuanto esa disuasión ha desaparecido, también lo ha hecho la libertad. Con los talibanes en el poder, Afganistán no será un Estado, sino un territorio excluido de algo parecido a un gobierno político, y esta situación es una realidad a la que no pueden permanecer ajenos sus vecinos musulmanes, emplazados a acreditar que saben hacer algo más que mirar desde la barrera la tragedia que se avecina.
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