HAY MÁS DE LOS QUE PENSAMOS.
La abuela de mi pareja cumplirá 92 años el próximo febrero, si su salud y la ineptitud del personal sanitario que le ha tocado en suerte se lo permiten. Les expongo los hechos para que puedan ustedes juzgar por sí solos mi afirmación y la veracidad del titular que encabeza estas líneas.
La mujer víctima de este agravio fue operada de un cáncer muy avanzado y su estado de su salud es deficiente. Se encuentra postrada y necesita de la atención continuada de su hija, que lleva sin salir de casa desde el pasado mes de septiembre (cuatro meses), por lo que empieza a tener síntomas del llamado síndrome de la cuidadora. La anciana apenas come, desde hace tiempo tiene las piernas muy hinchadas y solo quiere dormir, además de que ha tenido un ganglio del cuello muy hinchado, hasta tal punto que le impedía la deglución.
En dos meses de llamadas continuadas a su centro de salud de atención primaria (Natahoyo, en Gijón), su médico se niega a visitarla, dice que no lo ve pertinente, que si necesita que la vea un médico hemos de llevarla nosotros al centro (recordemos que esta mujer tiene 91 años, su salud está muy deteriorada y sacarla de casa podría suponer un empeoramiento de su estado actual). Ante esta situación, me pongo en contacto con varios profesionales sanitarios que conozco, para cerciorarme de que no existe ningún protocolo derivado de la pandemia que impida las visitas domiciliarias. Algunas de las personas consultadas se escandalizan con lo que les cuento, me dicen que insista, que exija la atención en el domicilio, me animan a que ponga una queja formal y, si se enrocan, que me ponga en contacto con el gerente de atención primaria del área de Gijón.
El pasado lunes, el que suscribe (soy la pareja de la nieta de la enferma) decide llamar él al centro de salud del Natahoyo. Tras cinco llamadas en las que se me deriva a un "call center" en el que se corta la llamada, porque solo atienden en horario de 8 a 15, decido llamar al 112, donde le explico la situación a una mujer, la cual me dice que me llamará el médico de la zona. Pensaba que estaba todo solucionado, pero tras una hora sin recibir noticias llamo a la casa donde reside la anciana y me dicen que ha ido el SAMU hasta allí y que les han dicho que ellos solo atienden llamadas de asistencia vital, que ha de visitarla su médico de cabecera. El operario del SAMU, con buen criterio, no le hace un chequeo, ya que no es su cometido. Hasta aquí el balance es: anciana sin atender y recursos del SAMU malgastados por la mala praxis de un médico de atención primaria que lleva más de dos meses negándose a hacer su trabajo.
Al día siguiente por la mañana, en horario ya de 8 a 15, llamo al centro de salud y, por suerte, el médico de la enferma está de baja, por lo que me atiende su sustituta. Mi tono y mi discurso son muy educados, explico con profusión la situación, pero me muestro imperativo y exijo la visita domiciliaria. La médica está a la defensiva, niega la situación diciendo que si no se la ha ido a visitar es porque no era necesario, pero en ningún momento muestra ninguna reticencia a realizar la visita, por lo que ese día atienden a la anciana en su casa con total profesionalidad. En este punto, creemos que hemos vencido la falta de profesionalidad del médico titular y la farragosa burocracia, pero no, esto continúa.
Para solicitar ayuda en los cuidados de la enferma y con las indicaciones del centro médico, ahora nos disponemos a ponernos en contacto con la trabajadora social correspondiente, a través de un teléfono que nos facilitan. Tras cinco llamadas espaciadas durante una hora y media, mi pareja, la nieta de la anciana, se dirige al centro de Servicios Sociales del Natahoyo en persona, por si hubiera algún error en el teléfono o estuviera pasando algo que nos impedía hablar con ellos. A la llegada al centro le prohíben la entrada por cuestiones del protocolo covid y le vuelven a indicar que la cita han de dársela por teléfono. En los siguientes 30 minutos realiza la friolera de 35 llamadas, que nadie descuelga al otro lado. Ya nerviosa y enfadada, se encamina de nuevo al edificio en persona. El personal de seguridad le impide el acceso más allá del recibidor y le dicen que la trabajadora social tiene muchas visitas y atiende el teléfono cuando puede, entre visita y visita (durante 20 minutos allí no entra ni sale nadie). Le indican que si tiene algún problema con la atención se dirija al Ayuntamiento para tramitar una queja formal. Ella les informa de que no piensa moverse de allí hasta ser atendida. A continuación la instan a salir del recibidor, a esperar en la calle. Ella se niega, se pone nerviosa y rompe a llorar de la impotencia. La amenazan con llamar a la Policía. Ella les anima a hacerlo, ya que la situación le parece tan injusta que piensa que ellos serán un punto de apoyo en sus exigencias. El personal de seguridad se retira al interior del edificio y, tras cinco minutos, la trabajadora social sale, la invita a entrar y comprueba que dentro no hay absolutamente nadie, por lo que esas visitas que impedían atender las llamadas no existían. Al final logra una cita para el día siguiente.
Nuestra intención con este escrito es denunciar lo ocurrido y dejar patente que existen vagos, sin escrúpulos, carentes de toda humanidad, que se parapetan tras una pandemia para no trabajar. Y las víctimas, como siempre, son los más desfavorecidos: ancianos, enfermos y personas que se pierden ante tanta burocracia y protocolos. Nosotros somos perseverantes y hemos insistido para que nos atendieran, con el consiguiente coste de tiempo y la tensión acumulada en unas personas que ven cómo un ser querido no es asistido debidamente en una situación de vulnerabilidad manifiesta. Y si hemos de sacar una moraleja de todo esto, es que tenemos que, a pesar del covid, a pesar de todo, a pesar de todos, exigir nuestros derechos y los derechos de las personas a nuestro cargo.
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