A los políticos de hoy no les interesa resolver los problemas de los ciudadanos, sino vencer en las próximas elecciones. Ésa es la gran cuestión de la que nacen todos los males de la vida pública actual y la fractura con la sociedad. En Europa, en España y en Asturias asistimos a una perversión de la democracia que consiste en halagar al elector con guiños de complicidad nada exigentes. La realidad queda oculta si resulta ingrata, cuando no disfrazada con engaños. Luego, una vez conseguido el triunfo en las urnas, los dirigentes hacen lo contrario de lo prometido. La mentira tiene patas muy cortas, pero siempre acaba llegando. La verdad, aunque duela, sólo necesita tiempo y explicaciones para que la mayoría pueda asumirla.
Octogenario infatigable y optimista por naturaleza, el filósofo alemán Jürgen Habermas, premio «Príncipe de Asturias» de Ciencias Sociales en 2003, ha agitado un intenso debate en su país con un artículo reciente en el que denuncia el fracaso de las élites dirigentes. Reprocha Habermas a la todopoderosa Angela Merkel su absoluta carencia de «principios reconocibles» y afea a la canciller que su única guía sea conservar el poder a toda costa valiéndose del oportunismo: defendiendo el euro y la UE, asfixiándolos por detrás con su dieta severa y obteniendo una ventaja desproporcionada para Alemania de su preponderancia económica. En todas partes cuecen habas. Otros pensadores alemanes han bautizado el fenómeno como «merkiavelismo», por su concomitancia fónica con el maquiavelismo. Una actitud consistente en huir de cualquier asunto polémico o pregonar una cosa para luego hacer justo la contraria. «Si una solución política es razonable, no debe suponer el menor problema plantearla al electorado en una democracia», sentencia Habermas, para añadir: «Infravalorar y exigir demasiado poco a los electores constituye siempre un error».
El problema tiene alcance universal, convirtiéndose en el verdadero nudo gordiano del desapego y la desafección hacia las clases dirigentes que arraiga hoy en muchas de las sociedades occidentales. Los políticos toman a sus votantes por lerdos e ignorantes, los encandilan con cantos de sirena y una vez que los tienen seducidos, la palabra dada vuela con el viento y carece de valor. Juran transparencia y espían en masa los correos electrónicos. Van a bajar impuestos y saquean al contribuyente. Prometen regeneración y limpieza para atraer almas de buena fe y mantienen agrandados con engañifas los vicios de siempre, como han podido experimentar los asturianos recientemente. La democracia travestida en demagogia.
Habermas cree en la democracia deliberativa en la que las decisiones surgen de un proceso de discusión entre la base social y los líderes. Los críticos del filósofo cuestionan su idealismo. Presupone personas informadas y formadas sin prejuicios ni intereses discutiendo con inocencia para persuadir o dejarse convencer. Sí, suena a arcadia, a ingenuidad, pero la democracia enferma cuando obvia al referente último de sus acuerdos, cuando secuestra el pensamiento de un corpus diverso con su despotismo ilustrado redivivo. No cabe temblar ante pueblos inmaduros sino por ministros sin arrojo ni convicción incapaces de argumentar sus actos.
Los líderes de los partidos, a la hora de afrontar una decisión, plantean antes las consecuencias que tendrá para sí mismos -los costes electorales- que el bien general. Para superar esa chirriante disonancia, la de la cruda realidad y su enmascaramiento, acaban recurriendo a las argucias y a las mentiras. Ante cualquier asunto polémico asistimos a esperpénticos espectáculos de confusión de responsabilidades sin que nadie asuma alguna. Y esto vale para la financiación y los sobresueldos del PP, para las cuentas del Niemeyer, para el fraude de los ERE del PSOE, para el «caso Marea», para el dinero de formación de la UGT andaluza desviado a mariscadas o para los monolitos de la Guerra Civil de IU en Asturias, contratados sin miramientos legales con tal de hacerse la foto. A nadie extrañe que los cabreados hablen de «Estado de impunidad».
Hay que devolver el poder en la política a sus legítimos dueños, los ciudadanos, y no al secretario de organización de turno, el que hace y deshace con cargos y listas, cohortes de parásitos y pasteleo. Los políticos, si son honrados y buscan el bienestar de sus representados, no tienen nada que temer y sí mucho que ganar dirigiéndose a sus electores con claridad y franqueza. Por eso, por la falta de hábito, cuando alguno lo hace levanta una enorme polvareda. Colean las intervenciones de esa diputada del PP en la asamblea de Madrid, superviviente del tren siniestrado en Santiago, que considera nefasta la gestión ferroviaria de su partido y exige dimisiones. Seguir en la actividad pública ya no le importa, y sí ayudar a los heridos indefensos marcados por la catástrofe. Tuvo que vivir en carne propia un trauma para despreciar las represalias. Como afirmó en LA NUEVA ESPAÑA: «He estado a punto de morirme, no sé qué más me pueden quitar».
Cuando los números uno rehúyen los cara a cara, cuando ofrecen conferencias de prensa sin preguntas o comunicados interferidos, cuando eluden responder asuntos candentes o prefieren la propaganda al debate, la democracia revienta. Qué profético Talleyrand, el camaleón, en un arrebato de sinceridad al decir: «Nadie puede sospechar cuántas idioteces políticas se han evitado gracias a la falta de dinero». La sacudida de la crisis supone una oportunidad para recobrar la sensatez y la mesura, y también para reformular la actividad pública. Estos políticos actúan como si esperasen cerrar los ojos y que todo pasara al retornar la confortable calma de la recuperación. Tienen que cambiar de mensaje y ofrecer a la gente la verdad, su ocasión de reconectar. Desgarrada, dolorosa, impopular, pero verdad. Una catarsis no para cumplir el sueño rousseauniano de eliminar la representación sino para que quien tiene como única encomienda oír a la calle deje de desdeñar sus demandas.
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