Agotada su cuenta de credibilidad, el Gobierno vive del autocrédito. Fracasan todas sus inversiones en el sector de la imagen, y estos fracasos excitan milongas tragicómicas en el discurso oficial. Es un enigma el margen de crédito que Rajoy se concede aún a sí mismo, cuando ya es axiomática su falta de imaginación, de justicia distributiva de las cargas y las pesadumbres de una crisis que le excede, de carisma político y hasta de encanto personal. Este aburrido líder afecta concentrar todas sus fuerzas en la salida de la recesión, y lo que consigue son loas estrafalarias de subordinados que, como Montoro, agravan el escepticismo social. Lo evidente es que nadie o muy pocos creen que ni siquiera de la crisis puedan sacarnos estos gobernantes, por mucho que se concentren y dejen al lado otros problemas de gravedad análoga.
Hay que apelar a las encuestas, tozudamente reiteradas en el descalabro del voto tendencial y en la valoración de los ministros, todos por debajo del aprobado y con el Presidente más cerca del cero que los demás. No procede gobernar a golpe de encuestas, vale. Pero a falta de distintos indicadores que las desmientan o compensen, señalizan un agotamiento incompatible con el necesario rearme moral de nuestra gente. Si la fe social dimite por falta de principios, proyectos o ideas en los que alinearse, la legitimidad del pasado voto también hace crisis. Ciertamente, las elecciones se ganan por cuatro años, en cuyo decurso pueden darse supuestos reductores de la confianza escrutada en las urnas. Pero si esa confianza se esfuma en su práctica totalidad, permanecer es causar daños irreversibles al país, el paisaje y el paisanaje.
Asuntos tan recientes como el evitable ridículo de la candidatura olímpica, el impasse del conflicto gibraltareño, la entusiasta adhesión a una guerra por razones humanitarias, dejando a otros el alumbramiento de ideas para evitarla satisfactoriamente; todo esto mina la fe de los propios votantes del Gobierno y su partido, sobre el telón de fondo de una clase política tal vez corrupta y de una recuperación económica puramente virtual por deducirse de azares coyunturales y, desde luego, extraños a la acción específica de gobierno. En este marco, el crédito de la política española no está a cero, sino en números rojos. Lo que tarde el líder en asumir esta realidad es tan misterioso como casi todas sus ocurrencias, hasta que las expresa y se delatan vacías. No anticipar elecciones, gusten o no al PP y a los demás partidos, empieza a perfilarse como deslealtad a la ciudadanía.
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