Pues pensaba escribirles sobre Satanás. El título previsto era "No te tengo
miedo". Porque, por fin, el Arzobispado de Madrid está estudiando -acabamos de
saberlo- formar a sacerdotes como exorcistas. ¡Ya era hora! Me
hubieran venido muy bien hace algunos meses, cuando mi casa estaba encantada,
además de encantadora, y había sujetos a los que no había invitado por todas
partes.
Verán, sucedían cosas de lo más extrañas. Luces fluorescentes que se
desplazaban lateralmente por mi salón, libros -y no uno cualquiera, sino uno
sobre el más allá-, que antes del amanecer se caían de su estantería; cafés que
se desplomaban al suelo, al desprenderse el asa de la taza que lo contenía para,
tras impactar con la tarima, impulsarse asombrosamente hasta manchar el techo, a
tres metros de distancia. Fíjense: necesité un pintor.
Tengo que reconocer que entonces sí tenía miedo. Bueno, lo confieso:
en ocasiones, pánico. Sobre todo cuando se daban los estruendos. A
veces sonaba en la cocina, otras veces en el cuarto de estar, un fortísimo ruido
parecido al que hace un trueno, aunque más corto. Y eso que no había ninguna
tormenta.
Me fui de mi casa no menos de cinco veces, en plena madrugada, en medio de un
ataque. De ellos, de mis percepciones, de todos. Me iba a toda prisa, mirando
atrás cada pocos segundos para ver si venían, sintiéndome culpable cuando
entraba en el hall del hotel más cercano por no desafiar a esos extraños que
tanto desasosiego me causaban.
Llegué a creer que, quizá, estaba poseído. ¿Sería yo? Yo, el que generaba las
ruidosas pisadas de alguien subiendo por la escalera, aunque estuviera solo; yo,
el que provocaba el ruido, incontestable, que hacía la puerta de entrada al
abrirse, aunque no hubiera nadie cerca; yo, quien producía unos cambios de
temperatura insólitos en mi cuarto en mitad de la noche.
Yo, también, el que provocaba que en tres emisoras de radio diferentes se
escuchara la misma canción, una que no conocía nadie. Y puede que fuera yo,
igualmente, quien provocaba aquella melodía que sonaba con frecuencia, tocada
casi siempre por un violín, a veces un piano, que se escuchaba en mi casa
encantada, en la que no había instrumentos; ah, y el tarareo de aquella mujer,
sí, que canturreaba una nana cuyo sonido no era bajito sino lejano. Que no es lo
mismo.
Sería yo, pensé; así que visité a un exorcista como los que el
Arzobispado madrileño pretende formar. José Antonio Fortea, uno de los
más prestigiosos. Pero no, me dijo, después de un cuidadoso examen. Tú no estás
poseído. Será la casa, que estará encantada.
Será, le dije.
La única solución que me dio el sacerdote fue "reza, Ángel,
reza". Para alguien producto de una larga infancia en los Escolapios,
por supuesto ateo, esa no resulta ser una solución de gran credibilidad.
Así que, en vez de hacerle caso, me puse a buscar hechiceros, médiums y otros
charlatanes; también numerosos expertos en el más allá, más que en el acá, y
otros profesionales del oscuro y profundo mundo esotérico.
Peregrinaron por mi casa toda clase de bienintencionados doctores del alma y
otras artes, todos encontrando diferentes razones que explicaban los enigmáticos
e incómodos sucesos. Ninguno me convenció, la verdad, por mucho que ellos
defendieran, con enorme satisfacción, sus propias teorías aclaratorias.
Pues de todo esto pensaba escribirles hasta que vi la foto. Alfonso Alonso,
AA, como las pilas, fumando en un bar. Y pensé: ¿el portavoz del PP cazado en un
flagrante acto ilegal? ¿La persona a través de la cual nos hablan los populares,
dando ejemplo a la ciudadanía de pésima educación, de escaso respeto a los
demás, de salvajismo urbano? Y pensé: "vaya, tengo que cambiar este
Cuadrilátero".
Porque el cigarrito de Alonso parece irrelevante, pero no lo es. Más bien al
contrario, representa muy bien a nuestros políticos: proponen, elaboran
y establecen las leyes, y luego se las saltan. Pretenden que todo el
mundo se someta a ellas, pero ellos no lo hacen. Quizá sienten que no son seres
susceptibles de tener que cumplirlas, porque son políticos.
La imagen del cigarrito nos retrotrae a otros años en los que muchos no
fumadores odiábamos entrar en los sitios cerrados, ya que salíamos de ellos
necesitados de una ducha urgente.
El cigarrito de Alfonso es insolidario, ataca a la salud del vecino,
y agrede a la legislación vigente. Así que no es, desde luego,
irrelevante.
No me extraña que los duendes que habitan mi casa encantada no hayan querido
dejarla: con estos políticos, para quienes no solo la calle, sino hasta los
bares, les parecen suyos, yo tampoco querría abandonarla.
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