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domingo, 14 de febrero de 2021

LA DECADENCIA ECONÓMICA DE CATALUÑA.

 La decadencia económica de Cataluña

El problema es que Cataluña está dividida, sin proyecto político y paralizada. Lo que los nacionalistas no han conseguido con España, lo han conseguido con los propios catalanes

La realidad de Cataluña está escrita con los números rojos de una crisis económica que empezó mucho antes de la pandemia y que continuará después de que la pandemia desaparezca. El nacionalismo ha gestionado Cataluña como un depósito de fondos para corromper instituciones y financiar la independencia. Así se ha llegado a unas expectativas de deuda pública que apuntan a que la de Cataluña será bono basura hasta 2040, a diferencia del resto de comunidades autónomas, con capacidad para captar financiación en los mercados. Esto significa que el Estado español seguirá siendo el único financiero posible para la Generalitat catalana a largo plazo. La evolución en otros valores de la situación económica es igualmente pesimista. Un estudio de la Cámara de Comercio de España, al que ha tenido acceso ABC, revela que esta Comunidad retrocede en 49 de los 75 indicadores analizados. La caída del turismo es dramática, pero el descenso comenzó antes del Covid-19. Los sectores de servicios, exportaciones, inversión, consumo, construcción y creación de empresas siguen también una tendencia negativa. La crisis sanitaria vela la responsabilidad política del nacionalismo por el declive económico de Cataluña, pero no la elimina. Los electores catalanes siguen encajonados en un debate político centrado en el soberanismo y por eso las mayorías viables para sostener un nuevo gobierno no ofrecen una esperanza de rectificación. Cataluña está en una decadencia de la que solo el nacionalismo es responsable. Los discursos contra España, los llamamientos a la independencia unilateral, la situación constante de conflicto, la derogación de los valores democráticos más esenciales erosionan de forma irreparable la reputación de Cataluña. No hace que falta Madrid baje impuestos para que las empresas catalanas cambien de domicilio. Se van por tranquilidad. Las elecciones de hoy en Cataluña no van a resolver ninguno de sus problemas. Ni el nacionalismo lo permite, ni la izquierda lo exige. Un gobierno solo nacionalista sería una reactivación de las pulsiones de 2017, con el mismo objetivo independentista. Un gobierno tripartito de izquierdas, con el PSC incluido, tiene ya acreditado que solo sirve para alimentar el proceso separatista. Está escrito lo que hicieron los gobiernos de coalición del PSC con los republicanos de Esquerra, bajo las presidencias de Maragall y Montilla: sembrar la discordia con un estatuto soberanista que fue la causa detonante del proceso unilateral de independencia. El problema es que Cataluña está dividida y paralizada. Lo que los nacionalistas no han conseguido con España, lo han conseguido con los propios catalanes. Y así es imposible atraer inversión. La reputación de Cataluña está asociada a conflictos que las opiniones públicas occidentales creyeron haber superado en los Balcanes.

La democracia se ha convertido en un sistema pesimista en Cataluña. Mientras lo normal en cualquier territorio que celebre elecciones es pensar que con ellas se abre una puerta a la esperanza, en Cataluña ya se está dando por probable que haya que volver a votar si la fragmentación del Parlamento no facilita mayorías bien definidas. Es un pesimismo que se refleja en la desilusión constante del ciudadano catalán y en la normalización de comportamientos públicos que deberían sonrojar a cualquier demócrata, como la placidez con la que delincuentes condenados por sedición y malversación hacen campaña electoral contra el Estado al que agredieron. Nadie puede extrañarse de que la economía catalana refleje estas anomalías políticas y las pague con una precariedad lindante con la quiebra, que solo consigue evitar gracias a la solidaridad de los demás españoles.

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