Así cuentan las mujeres en primera persona sus partos complicados
«Se nos debe informar de cada paso. Por protocolo se abusa de la medicalización»: falta de empatía, de información y excesiva medicalización e intervencionismo son las quejas que más se repiten entre las madres con un alumbramiento difícil
Decenas de mujeres expresan cómo fueron sus partos y pospartos complicados en blogs, redes sociales y libros. Lo hacen, señalan, después de haberse mantenido durante mucho tiempo en silencio o haber chocado con la negación generalizada de aquel sufrimiento por el que pasaron. Rompen la bolsa del secreto y lo comparten.
Irene G. se lanzó a dar visibilidad en el poemario ‘Lo que todas callan’ al resumen de muchos de esos testimonios. «Quizás la palabra ‘violencia’ (obstétrica) sea fea. Y difícil de admitir por los médicos; es normal que no guste. Pero a veces hay que dar un golpe sobre la mesa, despertar conciencias y cuando deje de ser una realidad escondida, entonces dejar de usar ese término», dice a este periódico. Ella, que a sus 37 años –su bebé tiene 3–, atravesó el que debía ser el esperado momento como una pesadilla de 24 horas en la maternidad del Hospital madrileño Gregorio Marañón, donde, denuncia, se le practicó «una episiotomía desgarradora y la maniobra de Kristeller (la matrona persiona el abdómen) ya desaconsejada» por las autoridades mundiales de la salud que le han dejado secuelas todo este tiempo. «Pagué de mi bolsillo la reconstrucción, la terapia, no quiero oír hablar de sexo. Y estoy separándome, porque si las mujeres estamos poco informadas, ellos aún más. Hay una estadística alta que vincula parto no respetado y divorcio».
«Violentadas»
Más allá, Irene, así como Ana Isabel o Marichel, dicen que el término violencia tendría cabida si se tiene en cuenta que ellas se sintieron «violentadas» en el paritorio. «Nos sentimos frágiles, poco respetadas...». Ninguneadas, añade desde Cáceres María José, que pasó por dos partos con un «trato dispensado muy desagradable».
Ana Isabel P. tuvo a su hijo en el Hospital universitario de Córdoba en 2011 y aún recuerda con horror cómo la infantilizaron. «Me sentí indefensa», cuenta a ABC. Algunas se sienten mal hasta por dar gritos de dolor. Es el reproche también que recoge la doctora en Antropología Eva Margarita García por parte de 340 mujeres en su tesis y en su libro ‘Partos arrebatados’, a la postre, un alegato contra la «falta de empatía y humanidad» que se da en algunas consultas y hospitales. Estas madres protestan, en síntesis, porque «de manera recurrente» se acude al rescate de una cesárea (lo tildan con el juego de palabras ‘innecesárea’), o el abuso de oxitocina para adelantar el parto. «Se abusa por protocolo», lamentan. El exceso de medicalización y de intervencionismo es la queja que más se repite.
Algunas relatan su experiencia con una terrible amargura. O enfado. Ana e Irene concitan que la clave es que se les comunique cada paso –ya «la falta de información es una forma de violencia», afirma Beni Martínez, secretaria de la Federación de Asociaciones de Matronas (FAME)– y que se respete su plan de parto, con atención a sus preferencias sobre la epidural o su intimidad. Marichel censura: «Pusieron a residentes a hacerme tactos y pruebas de líquido amniótico». «Como una atracción de feria» se sintió Ana. Cada mujer vive el parto de una manera. Irene pide «que se atiendan los cuidados que necesita cada una y con un especialista que la acompañe» si es preciso.
Los testimonios serán esta vez en primera persona. Así lo relatan ellas mismas:
Ana Isabel P. escribe desde Córdoba su relato:
«Llegué al hospital demasiado pronto, cuando había roto aguas, pero el parto aún no había empezado. Pasé todo el día dilatando en una habitación compartida con cuatro personas presentes (entre mis dos acompañantes y la otra pareja). Me aconsejaron que no me levantara de la cama por el riesgo de que la niña se quedara sin líquido (en lugar de dejarme moverme con libertad que es lo que luego supe que beneficiaba al parto). No me dejaban comer nada ni beber agua. Recuerdo eso de una forma casi física. La sed. Esa sed intensa que sientes que se te va a pegar la lengua al paladar y que tienes la boca como corcho. Eso y el dolor.
El dolor cada vez se hizo más insoportable, me llevaron a monitores y me tuvieron 3 horas en monitores, sola, sin mi pareja. La habitación de monitores era una habitación grande separada en cubículos delimitados por cortinas, con mujeres en cada uno de los cubículos. Mi máquina no paraba de pitar, las pulsaciones de la niña me parecían muy altas y la máquina pitaba. Yo llamaba a alguien, cada vez más asustada y dolorida, pero allí no aparecía nadie. Así durante horas. Ya era insoportable, y cuando alguien apareció por allí ya pedí la epidural porque no lo soportaba más (en principio yo no quería ponérmela y así lo puse en el plan de parto). De allí me llevaron directamente a paritorio, y a mi pareja ya no lo volví a ver (aunque lo pedí una y otra vez) hasta que no tenía la epidural puesta.
Me lo negaron una y otra vez a propósito, y con esas palabras literales 'a él lo llamamos ahora cuando ya tengas la epidural', aunque yo lo necesitaba allí conmigo. Estuvimos esperando al anestesista al menos una hora durante la cual seguí sola y aterrada. Cuando ya tenía puesta la epidural, entré en la rueda, eso llevó a oxitocina sintética, pérdida de sensibilidad en el expulsivo, pujos dirigidos, Kristeller (maniobra peligrosa y desaconsejada por la OMS)... y separación posterior.
No me dieron a mi hija hasta que no había expulsado la placenta (tardé en hacerlo) y me habían cosido el pequeño desgarro. Todo este tiempo con mi bebé llorando a pleno pulmón a unos metros de mí. Fueron un par de horas. Fue horrible para mí, el sentirme ignorada, que hacían conmigo lo que querían, a pesar de lo que yo expresamente les pedía. Esa sensación de infantilizarme y de indefensión fue horrible. Después de expulsar la placenta, también se tomaron su tiempo para revisarme por dentro por si había quedado dentro algo. Llegaban, se ponían los guantes y venga, a revisarme a mí, ahí expuesta y abierta para que el que todo el que quisiera llegara a mirar. Me sentía como una atracción de feria. Me revisaron ginecólogos, matronas, estudiantes… no sé. Al menos seis personas hasta darlo por válido y darme de una vez a mi hija, que se desgañitaba solita a unos metros de mí. Ella estaba perfectamente y yo también. Mientras me revisaban, bien podrían haberme dado a mi hija, pero no lo hicieron. A ellos no le molestaban los llantos, pero a mí me mataban. Yo a esas alturas estaba en un estado de angustia altísima, y mi hija mucho más.
Todo eso era absolutamente prescindible, pero por unos protocolos desfasados y deshumanizados, allí lo último que importaba era cómo se sentía la parturienta o el bebé, su bienestar o la fluidez del proceso. No se trataba de una operación de páncreas. Era un parto, algo que define tremendamente el futuro bienestar del bebé y de la nueva madre, y su vínculo en los primeros días y meses. Mi plan de parto para ellos fue papel mojado. Quizás querían escarmentarme, darme una lección por pretender ir y plantear ciertos parámetros de cómo me gustaría que fuera el proceso si todo iba bien y no fuera necesaria ninguna intervención. Pero yo aún lo recuerdo con horror. Desde entonces, los hospitales me producen una sensación de desasosiego que antes no existía. Está claro que en este país queda mucho por mejorar respecto a la atención humanizada del parto, y el hecho de que muchos profesionales persistan en negarlo no hace sino más sangrante mi experiencia y el de tantas otras mujeres».
María José G. tiene 52 años. Escribe su relato para ABC desde Extremadura, donde nacieron sus dos hijos en 2001 y 2007:
«En el primero fue inducción por rotura de bolsa, aunque otro ginecólogo un rato antes me dijo que me iría a casa porque estaba de 39 semanas. Al nacer, por protocolo, se lo llevaron a neonatos cuatro horas. Durante el parto, me sentí invisible, ninguneada e infantilizada. Hacían comentarios desagradables o hablaban de sus cosas. Me hicieron montones de tactos, maniobra Kristeller y episiotomía.
En mi segundo parto, esperaron algo una vez rota la bolsa pero a las ocho horas, oxitocina y epidural. Recuerdo a una matrona que fue muy desagradable en su trato. El expulsivo fue terrible porque la epidural no me quitó el dolor, pero sí el control sobre mi cuerpo. No me dieron opciones en ningún parto, todo era obligatorio. También me hicieron Kristeller en el segundo. El dolor en ambas ocasiones es horrible, sientes que te asfixias.
Mi hija estuvo ingresada una semana por hiperbilirubinemia. La pesaban antes y después de las tomas de pecho, que eran cada 3 horas 20 minutos. No podíamos ni quedarnos a verla por el cristal del pasillo, porque cerraban las persianas. Mucho menos, hacer piel con piel.
Ambos partos fueron tristes y en ambos me sentí un trozo de carne sin ningún poder o control sobre lo que sucedía. Sigo sintiendo, tantos años después, un sentimiento de fracaso y de maltrato, de enorme impotencia por haberles dado a mis hijos unos nacimientos tan poco respetuosos».
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