Cuando el pasado martes le preguntaron a Mariano Rajoy por la sentencia del caso Inés del Río Prada, el presidente, a la carrerilla, contestó “llueve mucho”. El jueves, ya demasiado tarde y forzado, criticó la sentencia por “injusta y equivocada”. Alguien debió advertirle de que a veces el silencio es manifiestamente mejorable y que no se puede hablar del tiempo cuando en España se produce un colapso generalizado de autoestima nacional. Sería deseable suponer –sin embargo– que el jefe del Gobierno se expresó en primera instancia no por torpeza sino por agobio. Es preferible especular que esa salida por la tangente no respondía a otra razón que a la conmoción y desasosiego que le afligen por el desagüe de tantos y tantos errores de una transición idealizada y por un itinerario democrático que está dejando a España a un precio de saldo en lo político, en lo social, en lo económico y, ahora también, en lo judicial. Y que él ni sabe, ni puede, ni quiere abordar. Una España abaratada y proletarizada porque sus clases medias se volatilizan como acaba de constatar George Plassat, presidente de Carrefour, que conoce bien la composición del carro de la compra de nuestras familias.
A veces, la magnitud de la crisis moral –resumen de todas las que atañen a España– lleva a la paralización y el ensimismamiento que son las actitudes en las que está el Gobierno. Pendiente sólo de la crisis económica, se embosca tras de ella para evitarse la terapia de los errores políticos y de gestión que, como la porquería sobre aguas embalsadas, salen a flote después de años de ocultamiento y autocomplacencia. Le ha tocado al Gobierno del PP darse de bruces con uno de esos apagones históricos de España y no estaba preparado –y sigue sin estarlo– para arreglar el cortocircuito.
El pasado mes de febrero, Guillermo de la Dehesa, probablemente una de las cabezas mejor amuebladas en las clases dirigentes actuales, escribió en el diario El País un lúcido artículo titulado ¿Una segunda transición? Formulaba una pregunta, pero contenía al final del texto una afirmación: “Para cambiar cuanto antes el rumbo de estas graves y nocivas tendencias, la débil sociedad española deber reorganizarse y los dos grandes partidos deben promover, conjuntamente, cambios legislativos y constitucionales”.
De la Dehesa señalaba cinco graves problemas –insolubles con los instrumentos jurídico-políticos actuales– que afectan a España: 1) Un sector público demasiado grande que no puede ser financiado con los ingresos fiscales de ciudadanos y empresas y que exigiría una lucha permanente contra la economía sumergida y las actividades económicas delictivas; 2) Corrupción política; 3) Solapamiento de las Administraciones Públicas en cuatro niveles diferentes, lo que remite a un grave problema de modelo territorial; 4) Prevalencia en los partidos políticos de los intereses sectarios sobre los generales y 5) Interés corporativo, opacidad y sobredimensión de las entidades sindicales.
España está barata y proletarizada por la enorme devaluación de sus activos y de las rentas de sus ciudadanos y por la gran crisis política Como poco de lo que sugería De la Dehesa se ha hecho ni se hará más en esta legislatura, y como no se ha asumido que la breada de la transición –su ilusión, su gran perfil histórico– agoniza, España se ha convertido en una ganga, en una baratura material y moral en la que abundan impostados optimismos públicos y reservados desánimos privados. España está barata y proletarizada por la enorme devaluación de sus activos y de las rentas de sus ciudadanos y por la gran crisis política sobre cuyos “espasmos institucionales” que “están totalmente fuera de lugar en la Europa actual” advertía en el diario citado el 4 de noviembre de 2012 Alain Minc, ensayista, economista y empresario.
La conmoción de la sentencia de Estrasburgo sobre la doctrina Parot, los errores que la han hecho posible, la amenaza de que sean ETA y sus epígonos los que relaten la historia de sus crímenes y no lo hagan la sociedad española y las víctimas, el proceso soberanista de Cataluña cada vez más inverosímil pero tozudamente real, el feudalismo de los partidos llamados nacionales en sus respectivas comunidades autónomas, el dispendio del gasto político, la corrupción consecuencia de un entramado administrativo opaco y clientelar, la desregulación de la Corona en convalecencia de continuo, la financiación pública y laberíntica de partidos y sindicatos, la insufrible politización del Tribunal Constitucional y la burocratización de la Justicia, entre otros males que no se han encarado, extienden un certificado de defunción sobre las inercias positivas de la transición, marcando un fin de época.
Regresa así el provincianismo español de vuelo raso con una clase política atornillada al estatus quo, aferrada a sus pautas de décadas, reactiva a cualquier reforma auténticamente de fondo mientras se produce lo que Helena Béjar –en un estudio sociológico de 2008 que adquiere nueva actualidad– denominó La dejación de España. Salvando las distancias, estamos como en los años finales de la Restauración, aquellos últimos veinte del siglo pasado durante los cuales el régimen constitucional de 1876 se caía a pedazos sobre la testa coronada y sobre el legado, ya pervertido, de Cánovas y Sagasta. El gran elemento diferencial favorable en esta desolación es la internacionalización de nuestras grandes empresas que como estamos viendo estos días salvan sus resultados en los mercados extranjeros para compensar la atonía del nacional.
Como bien ha escrito el historiador Rafael Núñez Florencio (interesantísimo El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto. Marcial Pons. 2010) en España hay una seducción por el pesimismo. La cuestión que ni este autor ni otros han llegado a determinar es si el pesimismo goza en nuestro país de buena reputación con razón o sin ella. A la vista de lo que ocurre –y sobre todo, de lo que pudo hacerse en su momento y no se hizo– la increencia ciudadana en las potencialidades de España se enraíza en la profunda desconfianza hacia nuestras clases dirigentes, y no sólo hacia las políticas.
Ahora, en perspectiva histórica vemos lo mucho ganado, pero también lo mucho que se ha perdido, y, sobre todo, observamos la indecisión y la cobardía políticas para, además de asumir que hemos entrado en un ciclo nuevo y peor de nuestra historia, inyectar renovadas energía y abrir otros horizontes. Nos faltan estadistas que, según Churchill, son la transformación de los políticos que se convierten en tales “cuando comienzan a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”.
COMENTARIO:
Durante más de 30 años hemos creído que estábamos en un país moderno. Desde la entrada en el mercado común, nuestros políticos malvendieron nuestras producciones y por tanto nuestros escasos recursos económicos. El dinero que ha entrado de Europa, ha servido para enriquecimiento ilegal de todos los dirigentes políticos, sin excepción, en lugar de haber tenido el destino para el que fue solicitado: actualizarnos, y podernos equiparar a otros países más desarrollados. Desde hace décadas, podemos comprobar la abundancia de analfabetismo que existe, y que va en aumento, la mangancia de las grandes empresas, Telefónica, Eléctricas, etc., cementerio de malos dirigentes públicos, que se aprovechan de nuestro desconocimiento, incluso de nuestra vagancia. Además contemplamos inmóvibles cómo nuestros políticos hacen negocios privados con nuestro dinero, es decir, se convierten en falsos empresarios apostando con dinero que no es de ellos, y así todo son incapaces de hacer viables esas empresas en las que enredan, mientras pasan la factura de su incapacidad a una sociedad holgazana. Holgazana, porque reclamar, argumentar, es complicado si somos abundantemente analfabetos, y no ser tachados por poderes visibles, y los ocultos -medios de comunicación que se han forrado con publicidad institucional, con dinero de nuestros impuestos-, como indeseables, o anticuados. La realidad es que sin subvención no sabemos hacer nada, y cuando las hemos obtenido, las hemos malgastado (incluso estafado), y ahora sin crédito, sólo habilitado para los parásitos políticos, nuestro futuro es desolador. Sólo queda hacer limpieza, y tirar todo aquello inservible: diputaciones, autonomías, ayuntamientos, corona, etc.
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