Guardar La sorpresa de la Casa del Rey ante la imputación de la infanta Cristina en el caso Nóos solo puede interpretarse como una fórmula políticamente correcta de expresar su malestar. Del respeto a las actuaciones judiciales, que en el caso del yerno Urdangarin ejemplificaban la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, La Zarzuela ha pasado a una disconformidad que se manifiesta en su adhesión al recurso de la fiscalía antes de su formulación.
La hipótesis de una hija del Rey sentada en el banquillo de los acusados añade nuevos elementos de inestabilidad a una Monarquía tambaleante, pero nada sería más letal que la sospecha ciudadana de que la Infanta queda a salvo de la justicia por su condición. El juez Castro ha entendido en un auto ponderado que no puede cerrar el caso sin citar a la Infanta tras los indicios inculpatorios que se han acumulado durante la instrucción, procedentes en buena parte de la factoría de correos electrónicos que el acusado Diego Torres ha ido dosificando al juez.
Una cuestión inquietante es por qué el juez Castro no conmina al acusado a entregar de una vez todos los correos relacionados con el caso, bajo admonición de acusarle de obstrucción a la justicia, o por qué no interviene directamente los ordenadores del exsocio de Urdangarín. Pero llegados a este punto, solo cabe proteger la independencia de la Sala que debe pronunciarse sobre el recurso de la fiscalía. Sería la contribución más útil de la propia Casa del Rey a la credibilidad del sistema judicial.
La imputación penal de una hija del Rey abre en todo caso nuevos interrogantes sobre la única institución no electiva de nuestro sistema político. La condición dinástica no exime a la Monarquía de ganarse una legitimidad de ejercicio que se expresa al margen de las urnas. El Rey Juan Carlos ha gozado con creces de este tipo de adhesión durante gran parte de su largo reinado por su contribución al restablecimiento de la democracia y su defensa en un momento crucial como el golpe militar del 23-F. Pero ese apoyo ha sufrido una creciente erosión provocada por comportamientos nada ejemplares, cuando no escandalosos.
Nada puede ser más dañino que tapar responsabilidades por métodos espurios.
Este creciente descrédito de la figura del Rey ha alentado el debate sobre su eventual abdicación. Pero este es un capítulo inédito en nuestra legislación. La Constitución dice en su artículo 57.5 que las abdicaciones y renuncias se resolverán mediante el procedimiento fijado por ley orgánica. Durante 35 años nuestros políticos no se han sentido obligados a cumplir este mandato constitucional y es muy probable que don Juan Carlos se haya sentido más cómodo sin más norma que su propia voluntad.
La institución menos regulada de nuestro sistema constitucional es la Monarquía, lo que ha favorecido sin duda una relación condescendiente entre los responsables políticos y el Rey. Prueba de ello es que en el primer borrador de la Ley de Transparencia enviado por el Gobierno a las Cortes la Casa del Rey quedara exenta del escrutinio público, aunque esta carencia puede terminar corrigiéndose por un efecto colateral benéfico de los escándalos más recientes. El ministro de Exteriores, García-Margallo, invocaba ayer el daño que causa a la marca España la imputación de un miembro de la familia real, pero nada puede ser más dañino que tapar cualquier responsabilidad por métodos espurios. La igualdad ante la ley que invocaba don Juan Carlos en su discurso navideño de 2011 es una receta que vale también para su hija Cristina.
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