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jueves, 12 de mayo de 2022

LA RELACIÓN DE SUECIA Y FILANDIA CON RUSIA;TRES SIGLOS DE MUERTE Y TRAICIONES.

 La relación de Suecia y Finlandia con Rusia: tres siglos de muerte y traiciones

Los países que barajan unirse a la OTAN han mantenido conflictos con el Imperio de los zares desde la época de Pedro I

La partida de ajedrez continúa sobre el tablero mundial. Poco le importa al gobierno de Moscú que la ofensiva sobre Kiev haya mostrado las costuras de un ejército que emana todavía cierto aroma postsoviético. A pesar del revés militar, el presidente Vladimir Putin sigue amenazando con tomar medidas contra todo aquel país ligado de forma remota a Rusia que barrunte siquiera la posibilidad de entrar en la OTAN. El último ejemplo han sido Suecia y Finlandia, territorios que, a pesar de su tradicional neutralidad, vislumbran ahora la posibilidad de unirse a la Alianza Atlántica tras la cercana cumbre de Madrid. Las regiones del Báltico se alzan contra el zar del siglo XXI.

La realidad, sin embargo, es que poco tienen de soviéticos estos dos países escandinavos.

Su relación con Moscú se remonta más bien al viejo imperio fundado por Pedro I en 1721 y liquidado por la revolución en 1917. Esa ‘ Gran Rusia’ de 22.800.000 kilómetros cuadrados que, tal y como explica a ABC José M. Faraldo –experto en la historia del país y autor de ensayos como el reciente ‘Contra Hitler y Stalin’– busca evocar en la actualidad Putin. Un presidente que alberga muchos más parecidos con los zares que reinaron desde el mar Negro hasta Vladivostok, que con los bolcheviques liderados por el camarada Lenin.

Nuevo imperio

El germen de la animadversión entre estos actores se remonta a principios del siglo XVIII, días turbios para el viejo Imperio sueco. Si bien es cierto que la antigua potencia dominaba todavía Finlandia y los estados bálticos, también lo es que empezaba a padecer las penurias traídas por una severa crisis económica y una gran hambruna. A pesar de ello, su pequeño y belicoso Alejandro Magno del este, el monarca Carlos XII, mantenía en jaque a sus enemigos naturales: RusiaPolonia Dinamarca. Aunque, de entre todos ellos, su némesis era sin duda Pedro I, aquel que su contemporáneo Voltaire definió como el «primer augusto» del país.

Tras una infinidad de cuitas, Pedro I, el hombre que fundó el gran Imperio que quiere emular Putin, venció a Carlos XII y obligó a sus sucesores a firmar la paz en 1721. Aquella fue la primera vez que Rusia se hizo con Finlandia; la segunda fue en la guerra de 1741. Aunque en ambas ocasiones la devolvió a Estocolmo después del fin de las hostilidades. No ocurrió lo mismo a comienzos del siglo XIX, cuando el este vivió el enésimo enfrentamiento entre ambas potencias durante una era tan turbulenta como la napoleónica. Aquel fue el principio del fin. «La derrota y el posterior tratado de paz firmado en Hamina derivó en la cesión de Finlandia a Rusia», explica el profesor Neil Kent en sus muchos ensayos sobre el tema.

El que fue tildado como el mayor desastre nacional de la historia de Suecia marcó el inicio de una nueva era de grandeza para su vecina. El zar Alejandro I integró la región en el Imperio, permitió a sus ciudadanos conservar sus derechos y, tras ser proclamado el Gran Ducado de Finlandia en septiembre de 1809, le dio cierta independencia y autonomía. A cambio, también empezó una fuerte rusificación del país que vivió sus momentos álgidos a partir de 1908 con medidas más que dolorosas para los sectores nacionalistas. «Ese año comenzó con la revocación de la autonomía y la suspensión del parlamento», afirma Javier Maestro en ‘La formación de la identidad nacional de Finlandia’.

Revoluciones y neutralidad

Con esas y otras tantas medidas no resulta extraño que, aprovechando las mareas revolucionarias que sacudieron la Rusia zarista en 1917, Finlandia iniciara su proceso de autonomía. El 5 de julio de ese mismo año, el Parlamento promulgó una ley que definió su soberanía y marcó el camino de la libertad. La independencia fue apoyada por los bolcheviques soviéticos, firmes seguidores de la futura doctrina leninista de favorecer la emancipación de los pueblos. Idea contra la que, por cierto, ha cargado el llamado zar del siglo XXI, Vladimir Putin, en los últimos años.

El camino de ambas potencias volvió a cruzarse en la Guerra de Invierno, durante la infructuosa invasión de Stalin en noviembre de 1939. Esta terminó con un tratado de paz ratificado en marzo de 1940, después de que el Ejército Rojo se viese sacudido por el frío extremo y los francotiradores locales. «Finlandia cede a la Unión Soviética el Itsmo de Carelia, incluso Viborg, el litoral del Ladoga y una base militar en la península de Hangoe», explicaba por entonces ABC.

A lo largo de su historia, ambas naciones han abrazado una política de neutralidad, aunque por motivos diferentes. Gustavo XIV de Suecia proclamó este estatus en 1834 casi por obligación debido a la dura crisis económica que atravesaba el país. Desde entonces, se ha convertido en una suerte de tradición.

El caso finlandés poco tiene que ver. En 1948, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, el ‘Tratado de Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua’ prohibió a Rusia y Finlandia unirse en una alianza militar contra el otro. A su vez, se estableció que el país báltico no podría ofrecer permisos de paso a naciones enemigas de la URSS. Así han continuado, con salvedades, hasta que el Kremlin agitó el avispero internacional con una guerra el pasado febrero.

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