Esclavos búlgaros entre naranjos
Un hombre y sus tres hijos se enfrentan a penas de 1.164 años de cárcel por explotar a compatriotas como trabajadores del campo.
En la sala 25 de la Ciudad de Justicia de Valencia cuatro hombres bajitos, con el pelo negro y la piel oscura escuchan cabizbajos al traductor búlgaro que explica al tribunal el relato de una de sus 33 supuestas víctimas. Los acusados apenas se mueven y tampoco hablan entre sí. Llevan en prisión provisional desde el 21 de octubre de 2016 y se enfrentan a una pena de 291 años de cárcel, pero no parecen tipos duros. Ramis Rahimov Shukriev, de 44 años, conocido como Ramadán, y sus tres hijos, de entre 20 y 30 años, están acusados de tratar prácticamente como esclavos y explotar en campos españoles de naranjos y patatas a compatriotas procedentes, como ellos, del noroeste de Bulgaria, la segunda región más pobre de la UE.
La Fiscalía los acusa de 33 delitos de trata de seres humanos y de 30 delitos contra los derechos de los trabajadores. Hay un quinto encausado, hermano de Rahimov, para quien el ministerio público pide 18 años de cárcel. Está previsto que el juicio concluya a final de mes.
Sus primeros abogados defensores tras ser detenidos, José María Velázquez y Tsvetelina Petrova, aseguran que sus antiguos clientes, que carecen de antecedentes penales, no entendían qué hacían en prisión provisional y pensaban que, como mucho, se jugaban dos años de cárcel. Los letrados también dicen que los acusados no daban el perfil de mafiosos, sino más bien de “agricultores” —su familia posee una gran granja en Bulgaria—, por brutales que fueran sus formas.
La Guardia Civil, la Fiscalía y la magistrada del Juzgado de Instrucción número 1 de Sueca (Valencia), Clara España, coinciden en que los trabajadores se sentían engañados. En Bulgaria les ofrecieron unos salarios que después no recibieron: les pagaron mucho menos si es que tuvieron la suerte de cobrar. Los acusados, sin embargo, recibieron presuntamente, al menos, 69.569 euros por esas faenas de los empresarios que los habían contratado. Varios trabajadores relataron haber sido golpeados o amenazados por quejarse. Y todos afirmaron que los capataces ahora sentados en el banquillo se quedaron con sus documentos búlgaros y españoles. Es decir, se cumplieron supuestamente los elementos que caracterizan el delito de trata de seres humanos.
Pero al mismo tiempo, las presuntas víctimas no tenían conciencia de haber sido sometidas a condiciones de vida terribles, afirman tanto la Guardia Civil como las fuentes judiciales consultadas. La razón, opinan, es que por truculentas que resulten las descripciones que figuran en el sumario, su situación en Bulgaria no era muy diferente. Los braceros y sus presuntos explotadores son de etnia gitana.
Durante los 10 meses de 2016 que permanecieron en España, la jornada laboral de los trabajadores, primero en Tavernes de Valldigna (Valencia) y después en Cuéllar (Segovia), se extendió “desde el amanecer hasta la tarde, a veces hasta 12 horas, parando 15 minutos para comer un bocadillo preparado el día anterior, de lunes a domingo, descansando solo en caso de lluvia, percibiendo sumas insignificantes de dinero y soportando tales circunstancias por su situación de necesidad y temor a represalia, ya que al que había manifestado su disconformidad se le había agredido y amenazado”, expone la juez en su auto de procesamiento.
Las supuestas víctimas vivían en viejos inmuebles en “condiciones infrahumanas e insalubres, con hacinamiento en escasos metros cuadrados”, dormían en colchones raídos sobre el suelo, bajo techos con goteras, sin ropa de abrigo y a veces eran alimentados con comida cogida de la basura, señala el fiscal en su escrito de calificación.
“Vivían amontonadas por lo menos 20 personas. Estuvimos a punto de ir a la Guardia Civil a denunciarlo. No a ellos, que no armaban jaleo, si no al dueño de la casa que la tenía alquilada, porque el estado en el que estaban era para que hubiera pasado algo”, recuerda Pepa Grau, de 78 años, que vive con su marido en el inmueble contiguo al de la calle Sant Roc de Tavernes de Valldigna en el que estuvieron alojados entre enero y abril de 2016.
El convenio colectivo de recolección de cítricos establece que un collidor (recolector) debe cobrar entre 1,29 y 2,46 euros por cajón de 20 kilos de fruta, como mínimo, dependiendo de las variedades. Si bien tanto Javier Galarza, responsable del sector agroalimentario en CC-OO-PV, como fuentes de la Inspección de Trabajo en Valencia aseguran que en la práctica los pagos por debajo de esos límites están muy extendidos. A los trabajadores búlgaros los acusados les prometieron antes de viajar a España que ganarían un euro por cajón, pero en la práctica les abonaron cantidades ínfimas, como 0,06 euros por cajón, y en algunos casos nada, mantiene la Fiscalía.
Después de la operación de la Guardia Civil en la que Rahimov y sus hijos fueron detenidos, los trabajadores regresaron a la provincia de Pleven, en Bulgaria, con ayuda de varias ONG. Desde allí están declarando estos días en el juicio a través de videoconferencia. La Comisión Europea publicó en 2016 un índice de Progreso Social Regional que situó la zona en el penúltimo puesto de los 272 territorios de la Unión. La ficha de la región indicaba que sus habitantes presentaban un nivel de alimentación insuficiente, sufrían una alta tasa de homicidios, un elevado grado de corrupción, y tenían escasa confianza en la policía, su sistema legal y político.
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