Claves para entender por qué la protesta de los ‘chalecos amarillos’ daña a Macron
Las manifestaciones agravan la erosión del presidente francés, que en 18 meses ha pasado de parecer un genio político a ser más impopular que sus antecesores.
Emmanuel Macron, el político joven y novato que hace un año y medio llegó contra pronóstico y envuelto en un aura de invencibilidad a la presidencia de Francia, afronta el momento más difícil de su mandato. Los chalecos amarillos —el movimiento sin líder ni ideología que protesta contra el precio del carburante y la pérdida de poder adquisitivo— son los responsables. Desconcertado primero, desbordado después, y con la popularidad inferior a la de sus antecesores, Macron se resiste a ceder a las reclamaciones de los chalecos amarillos, que cuentan con un apoyo masivo entre los franceses, según los sondeos. Estas son las claves.
Cuando Macron llegó al Palacio de Elíseo en mayo de 2017, había sido ministro de Economía durante dos años y, antes, había trabajado dos años más como asesor del presidente François Hollande. Este era todo su currículum. “Nunca había sido elegido, nunca había encontrado electores”, comenta el veterano politólogo Jérôme Jaffré, director del Centro de Estudios y Conocimientos sobre la Opinión Pública. Quizá esto explica la falta de tacto en el trato con los ciudadanos: la percepción de que es un líder arrogante y elitista. O el error al dejar que una medida como la supresión parcial del impuesto sobre la fortuna le definiese como “el presidente de los ricos”. A esto se añade el hecho de que se rodease de un equipo reducido de tecnócratas, muchos de ellos treintañeros con poca experiencia en la vilipendiada vieja política.
La victoria de Macron dejó en un estado agónico al Partido Socialista y debilitó a Los Republicanos, el partido de la derecha tradicional. No sólo los partidos fueron víctimas colaterales del macronismo. También prescindió, al gobernar, de los sindicatos y de los alcaldes y presidentes regionales, que ahora podrían serle de gran ayuda. La revuelta de los chalecos amarillos ha congregado a todos los agraviados en un país, recuerda Jaffré, “donde sabemos que el descontento emerge rápido y con fuerza”. Un ejemplo entre muchos: políticos como la ecologista Ségolène Royal, que en el pasado promovió con entusiasmo el ahora polémico impuesto ecológico sobre el diésel, ahora se suman a la fronda.
3. El sistema
La V República, decía su fundador, el general De Gaulle, es el encuentro de un hombre con el pueblo. Esto puede ser una ventaja: el presidente está legitimado por el voto directo popular, atesora poderes insólitos en la mayoría de democracias occidentales y, cuando dispone de una mayoría parlamentaria, puede gobernar a su aire durante cinco años. La desventaja es, como explica el politólogo Jaffré, que “la V República puede ser un sistema brutal”, porque “deja al presidente solo ante el pueblo”. Cuando, como es el caso en la actualidad, delega poco y ejerce de ministro de todo, y cuando el país es tan centralista como Francia y el poder se concentra en el Elíseo, no hay amortiguadores entre él y el descontento popular. Todo recae en el jefe del Estado.
4. La representación
“La Francia de los invisibles se ha convertido en una Francia visible”, dice Jaffré. Es la de los chalecos amarillos, la de las provincias y las ciudades pequeñas y medianas. Y la de los abstencionistas: 12 millones en la segunda vuelta de las últimas presidenciales. También canaliza la invisibilidad institucional del Reagrupamiento Nacional, heredero del Frente Nacional, viejo partido de la ultraderecha. El sistema electoral a dos vueltas les perjudica. Pese a obtener 10 millones de votos en las presidenciales, haber sido el segundo o el tercer partido más votado en las elecciones recientes (según si era la primera o la segunda vuelta) y ser el favorito para las europeas, el Frente Nacional sólo tiene seis diputados en la Asamblea Nacional y 14 de los 36.000 alcaldes franceses.
5. El pesimismo endémico
Lo que le ocurre a Macron no es atípico. Todos sus antecesores llegaron al poder con la promesa de sacar a Francia del estancamiento y el malestar, y pronto afrontaron el descontento popular. Tras el paréntesis de optimismo de 2017, regresa el pesimismo endémico en este país. La novedad ahora es que este descontento no lo canalizan los sindicatos ni los partidos. “Su problema”, observa Jaffré, “no es tanto el número de manifestantes como el apoyo que tienen en la opinión pública”. La paradoja es que rivales de Macron no son más populares que él: no aparece una alternativa política. El problema parece sistémico. La otra novedad es el contexto europeo y global. Esta vez, el malestar —el de los franceses que se sienten víctimas de la globalización y ve como las posibilidades de progreso se agotan— no es tan distinto de los votantes de Trump en Estados Unidos. Francia también vive su momento populista.
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La pérdida de poder adquisitivo centra su discurso. “El Gobierno nos ha tomado por vacas lecheras a las que puede ordeñar”, dice Alain Boyson, comerciante crítico con la carga fiscal que soportan los belgas, la segunda mayor de la UE solo por detrás de Francia. “Hace falta más redistribución y que los productos de primera necesidad tengan precios razonables”, pide Sophie, tendera de 47 años que gana 1.200 euros al mes y llegó en coche desde Valonia. El primer ministro, Charles Michel, ha anunciado mano dura contra los alborotadores. “Los vándalos deben ser castigados”, afirmó.
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