¿A dónde va Europa? En un momento tan crítico para el proyecto europeo, en el que las deficiencias políticas de la construcción del euro esparcen sufrimiento por todo el continente, puede parecer una pregunta oportuna. Cuando Merkel responde abiertamente "una construcción política", rechaza la vuelta atrás e invita a pensar en las posibilidades del proyecto. Efectivamente, aunque la reforma de la arquitectura institucional y la creación de eurobonos son difusas, abren un tiempo valioso en el que los europeos debieran ser osados encontrando su propia respuesta... Para entonces tendremos que haber asumido los principios fundacionales de una ciudadanía: Europa será lo que los europeos quieran. Sabemos seguro que esta cuna de la civilización o transciende la diversidad de sus orígenes o está abocada a la más absoluta irrelevancia. Probablemente sólo sospechemos que esa respuesta de superación a las soberanías nacionales es también una solución tan sugerente como precisa a la problemática de la coyuntura global.
Civilización frente a culturas, el paradigma europeo
La integración política de Europa y su incorporación como interlocutor al escenario global parece una quimera. Cuenta sin embargo con gran complicidad del otro lado del Atlántico. De hecho, en el tránsito desde un orden liberal global basado en la hegemonía unipolar de EEUU a una preeminencia multipolar, el valor de un socio estratégico como Europa va en aumento.
Pero hay también un elemento diferenciador critico en las esferas de actuación americana y europea: la capacidad de articulación de respuestas fiables frente a la naturaleza trasnacional del conjunto de problemas propios de una globalización del siglo XXI: calentamiento global, medioambiente, estabilidad financiera internacional, la asimetría e insuficiencia de marcos regulatorios, falta de jurisdicción internacional, etc.
Que Estados Unidos no haya estado especialmente comprometido con la gravedad de esta problemática no se explica porque no se vea identificado con la misma, sino porque su coste marginal de actuación en términos de dilución de soberanía, de perdida fáctica de poder, es superior al de cualquier otro interlocutor. Sencillamente cuando uno disfruta de esa preeminencia va contra la propia naturaleza diluirse. En Europa, por el contrario, esa suma de costes marginales por cesión de poderes menguantes es ciertamente menor al beneficio expansivo derivado de una actuación conjunta. Tanto más cuando el plano de jurisdicción internacional va a ser la plataforma en donde se diriman cuestiones con los mayores efectos para la ciudadanía . Como si la magnitud y la naturaleza de la crisis actual no fuera ya una prueba concluyente.
De esta simple aritmética se derivan dos cuestiones: el incremento de estatus de cada miembro europeo y de sus ciudadanos, por su pertenencia al conjunto, y las posibilidades de su proyección como actor político en esa esfera internacional, posibilidades en todo punto inexploradas.
Efectivamente, la esencia europea, su relato en este siglo XXI, consiste en una propuesta de civilización que transcienda los particularismos de las culturas, los nacionalismos, siempre en algún grado anclados en criterios de identidad que apelan más a los afectos y a los símbolos que a la racionalidad. El esquema de lo que aquí a muchos nos parece retrógrado: la deriva centrifuga de nacionalismos populistas se replica a nivel europeo- la única diferencia es la perspectiva espacial y temporal en el que se encuadra.
Los derechos fundamentales siempre son personales, del individuo, nunca colectivos o de grupos en particular y menos aún de territorios. Ahí quedan los derechos forales. Y como colofón la perfección jurídica del esquema de sociedad abierta: individuo, imperio de la Ley y gobierno democrático, le confiere una significación con pretensiones universalistas.
Es por esto que la ideología liberal es tan afín a la globalización y ésta, en esencia el fenómeno más democrático de la modernidad. Por lo mismo, la mayor garantía de éxito del proceso es la interdependencia de intereses económicos (sirvan de ejemplo los 1,2 trillones de dólares que China tiene en bonos estadounidenses). En rigor, los nacionalismos desaforados, y cualquier soberanía chocando con la racionalidad ya lo es, encarnan las fuerzas centrifugas y son los enemigos velados de la civilización.
Pequeñas tribus europeas: la nostalgia del apego
Cada una de las grandes naciones europeas tiene su contribución histórica a ese proceso de civilización. Y cuesta desprenderse. La renuencia de Gran Bretaña a Europa responde sobre todo a la dificultad de aceptar que no caben prerrogativas sobre los rasgos más definitorios del orden liberal global, "liberalismo" o "libre mercado", en cuya formación han tenido un papel clave. De la misma manera que Grecia no tiene exclusividad alguna sobre el pensamiento racional, o Italia sobre la Ley, o España, peaje sobre los mares. Sencillamente porque no pueden, porque el alcance de su mérito es ya un patrimonio de todos.
Sobre Francia pende la carga de liderar intelectualmente el proceso de reconocer la superior entidad universalista de los derechos individuales- allí se produjo la primera Declaración de DDHH, sobre los colectivos- y de paso la superación de su propia soberanía nacional. Francia, que en los últimos dos siglos de modernidad se ha visto enajenada, casi irritada, frente a la preeminencia del mundo liberal anglosajón, quizá alcance a sospechar que en la resolución de esa tensión individuo-naciones podría optar a un papel más relevante y acorde con su legado.
Si el estadio actual de la crisis euro ha tenido una respuesta económica supeditando los Estados a las realidades fiscales, a la realidades bancarias, a las relaciones entre acreedor y deudor, y se ha hecho de la competitividad el criterio clave, falta la respuesta política institucional al Estado de bienestar que se quiera preservar. En esa mesa Francia por estructura económica y configuración del sector público, tiene una papel singular.
Alemania, esa fuerza en bruto que en su momento ya fecundo Europa toda, como grupo ese paradigma de racionalidad y eficiencia, se enfrenta al mayor demonio de todos. Tras sucumbir en dos guerreas mundiales apocalípticas al sueño de identidad colectiva, se ve impelida a renunciar a si misma justo cuando se había rencontrado. Ciertamente tanto depende de la adscripción de todos los europeos al estándar superior de rigor de Ley que encarnan, como de ellos mismos a los preceptos del arquetipo de civilización, el papel de la unión fiscal y bancaria en completar la integración. Ya consumieron las mieles y hieles del romanticismo... Su vocación federalista suscita esperanza.
El futuro es para el que se lo trabaja
Uno de los rasgos más relevantes con los que se presenta Europa a este nuevo estadio de globalización es su edad. Es un continente demográficamente viejo y aunque políticas de inmigración puedan mitigarlo, la presión sobre el crecimiento le hará perder peso relativo. Pero por términos per cápita y por legado institucional las elites podrán agarrarse a su papel hegemónico por décadas. Esperemos que hagan buen eso de ello.
Quizá también sean capaces de evocar uno de los atributos mas distintivos de la vejez: la sabiduría, o la perspectiva del tiempo. Ciertamente se va a necesitar un acusado sentido histórico, del pasado más reciente (la génesis y las consecuencias de la actual crisis) y del más remoto (ese proyecto de civilización) para lidiar con la naturaleza de los retos que enfrentamos.
A pesar de toda la obsesión con que la época moderna vive la inmediatez y la complacencia frente al futuro lejano, esos retos están ya en cualquier libro de texto. La transición demográfica, la crisis medioambiental, la sostenibilidad económica, el paro estructural o la pobreza marginal son problemas para los que no hay ni incentivos privados, ni compromisos internacionales públicos suficientes.
¿Han reparado en la singularidad del momento ? Todos y cada uno de nosotros formamos parte de esas 3 o 4 generaciones en la Historia que tienen el privilegioy la responsabilidad de asistir al paso de los 1.000 millones de personas a los 10.000 millones. Y hacerlo con todos los posibles de dignidad humana, como presupone ese arquetipo de civilización.
La capacidad predatoria y extractiva de la configuración actual de nuestra civilización sobre la falta de jurisdicción internacional o los intereses de generaciones futuras no es un buen auspicio. Pero espacios de compromiso y cooperación entre bloques, no competitivos (ese derecho internacional público) sólo pueden surgir espaciando el criterio tiempo. Ahí la senectud europea aporta más perspectiva.
Rezuma por todos lados. El sesgo a la inversión y al ahorro en Europa, su equilibrio por cuenta corriente frente al consumismo americano, y sus déficits estructurales. El peso histórico de la inversión pública en I+D o el propio valor del estado de bienestar. La aversión a experimentos monetarios de un ECB o la afinidad a los renovables, son todos rasgos que evidencian la proclividad relativa de Europa a ese largo plazo.
A partir de septiembre con las elecciones alemanas se abre un periodo crítico hacia la integración política donde no cabe la vuelta atrás. Todos los esfuerzos de la sociedad civil hacia ese propósito son pocos. La superación de las dinámicas entre acreedores y deudores es una condición necesaria pero no suficiente. Hay que visualizar más allá. Europa será lo que los europeos quieran. Ser consecuentes con nuestro largo pasado seguro ayuda.
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