Ordenar el gasto público
Si la actividad económica no permite aumentar de forma no traumática el gasto en servicios esenciales se debe reducir en lo no esencial, que lo hay, y configurar una política fiscal que anime el consumo y la inversión
La pandemia del Covid-19, por un lado, y la guerra de agresión desatada por Rusia contra Ucrania, por otro, están siendo las explicaciones oficiales, y no solo del Gobierno español, a los incrementos de déficit y deuda públicos. Se dice que hay que fortalecer el llamado «escudo social», mientras el aumento de la inflación actúa como un impuesto encubierto que afecta indiscriminadamente a la población, agudizando el riesgo de empobrecimiento incluso de personas asalariadas. Sin embargo, la tendencia al alza del gasto público es, en España, estructural, al margen de las coyunturas creadas por la pandemia y la agresión rusa a Ucrania. Y ese gasto necesita una financiación que tiene cifras. Desde 2002, las Comunidades autónomas han multiplicado por diez sus necesidades de endeudamiento, hasta llegar a 50.000 millones de euros al año.
No son las únicas administraciones públicas que han incrementado su demanda financiera, pero representa un dato significativo de una evolución de las cargas económicas del Estado sobre las que en algún momento habrá que reflexionar críticamente. Por el momento, todo parece soportable porque el Banco Central Europeo ha comprado deuda sin coste y no faltan voces que califican esta política de gratis total como una forma de dopar la situación, de enmascarar la verdadera situación de la capacidad económica de los países.
La apelación al Estado del bienestar se ha convertido en una mordaza para cualquiera que plantee, simplemente, un tiempo muerto para debatir sobre la financiación de los servicios públicos, empezando por la delimitación de lo que realmente ha de entenderse por servicio público. La idea de que el dinero público surge por generación espontánea es suicida, porque es falsa y porque asienta la vida económica de los países en bases frágiles, que no resisten un cambio brusco de ciclo económico. Sin embargo, esa ficción es el patrón dominante en la actualidad, hasta el extremo de que no hay político de derecha o de izquierda que no mida el éxito de su gestión en función del incremento del gasto público que ha propiciado bajo su mandato. Nadie -o muy pocos- se plantea la posibilidad de que el éxito consista en administrar mejor el gasto sin incrementarlo, incluso bajándolo, haciendo más eficiente el sistema de servicios públicos. Ser acusado de recortar los derechos sociales de los ciudadanos acaba siendo un temor disuasorio, cuando lo cierto es que ya no se financia una política verdaderamente social, sino un modelo de sociedad subvencionado, muy propio de la Europa posterior a la II Guerra Mundial, pero cada día más ineficiente.
Si la actividad económica productiva no permite incrementar de forma no traumática el gasto público en servicios esenciales -sanidad, educación, desempleo, justicia, seguridad y defensa-, habrá que pensar en reducir gasto público no esencial, que lo hay, y configurar una política fiscal que anime el consumo y la inversión. Lo que está demostrando la situación actual es que hay que aumentar la prudencia presupuestaria para luego poder hacer frente a ciclos adversos, como los que representan la pandemia y la agresión a Ucrania. Las Comunidades no han recuperado aún niveles de actividad previos al Covid y por esto se ha acelerado el incremento de su endeudamiento. De hecho, el gasto a crédito ha aumentado un 920 por ciento en 20 años. Vivimos con la tranquilidad del deudor que confía en que no le reclamarán la deuda, pero esta confianza es una ilusión que no va a durar mucho tiempo.
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