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jueves, 26 de mayo de 2022

MEDIAVALISMO EN PLENO SIGLO XXI

 Medievalismo en pleno siglo XXI

Aterradores episodios como el asesinato de las hermanas de Tarrasa nos recuerdan la cruda realidad que se vive aún en muchos rincones del planeta y el difícil encaje del multiculturalismo

EL espeluznante asesinato de dos mujeres de origen paquistaní residentes de Tarrasa, víctimas ambas de un ‘crimen de honor’ en la región del Punjab por negarse a un matrimonio a la fuerza con unos primos suyos, nos viene a recordar el atroz y anacrónico medievalismo que aún habita en algunos rincones del planeta, donde los derechos humanos no se aplican con plenitud o directamente no existen de manera real, sometidos a leyes ancestrales de inspiración tribal o directamente influidas por el fundamentalismo islamista. El caso de las hermanas Uruj y Anisa Abbas, que engañadas fueron conducidas a Pakistán, donde sus familiares las torturaron salvajemente antes de encontrar la muerte, no son extraños en aquel país asiático, donde a lo largo de 2021 se produjeron 478 crímenes de honor, con un casi idéntico perfil sobrecogedor al de las hermanas de Tarrasa.

Con una efectividad pendular, Pakistán ha ido mejorando su legislación con el fin de que estos asesinatos fueran reduciéndose. En 2005, el Gobierno de Islamabad promovió la reforma de su Código Penal para que estos ‘crímenes de honor’ no quedasen impunes. Es de celebrar, sin duda, el propósito de mejora, pero no tanto la ventana que se dejaba abierta para que al final, con la solicitud de perdón de un familiar (conseguida quizá bajo amenaza), a los asesinos se les reduzca sustancialmente la condena o directamente salgan en libertad.

Se trata, en definitiva, de un problema estructural de esas sociedades, sometidas desde hace siglos a un rigorismo islamista en lo tendente a la moral y las prácticas sociales. Naturalmente, la vecindad durante tantos años del régimen talibán ha empeorado el problema. Por eso era tan importante para la región que no se produjera la reconquista talibán del pasado verano, que se saldó con una vergonzante retirada del contingente internacional que había llevado al país a un difícil y tímido progreso en los derechos humanos de aquella atormentada población, en especial de las afganas. Hace solo unas fechas, el mulá al mando volvía a imponer a las mujeres la obligatoriedad del burka, símbolo del desdichado destino que les espera en su país. La porosidad de la frontera ha operado efectos muy negativos en la vecina Pakistán.

En el fondo de este debate está la pertinencia del llamado multiculturalismo, celebrado con júbilo desde la izquierda pese a que, aplicado hasta su último extremo, suponía un riesgo para los valores defendidos y consolidados desde Occidente, la gran mayoría de raíz cristiana, sin duda los que históricamente han procurado mayor bienestar a las sociedades donde ese corpus de derechos y libertades se ha consolidado a lo largo del tiempo. La misma izquierda que pide, indignada, mejoras en la igualdad en las sociedades de Occidente, lamentando aquí la ‘brecha salarial’ o la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, no pasa de ver como un lejano exotismo determinadas ‘culturas’ claramente discriminatorias, y no como un impedimento para el progreso de aquellas sociedades. Se trata de un problema de educación global. Y mientras no se ataje de raíz, la condena será permanente. La Unesco, especialmente feliz cuando se habla de multiculturalismo y de alianzas de civilizaciones, recuerda en uno de sus últimos informes que en la actualidad 262 millones de niños y jóvenes siguen sin estar escolarizados, que 617 millones de menores no pueden leer ni manejar los rudimentos del cálculo y que menos del 40 por ciento de las niñas del África subsahariana completan los estudios de secundaria. No es casual que el islam más radical esté detrás de un déficit de civilización que se traduce en falta de libertad.

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