La regla de la mayoría.
La primera obligación de los grupos parlamentarios será formar Gobierno.
De cumplirse los pronósticos, las elecciones generales que se celebran el próximo domingo invertirán la situación parlamentaria entre el PP y el PSOE, así como entre Podemos y Ciudadanos; el mismo fenómeno se reproduciría entre los grupos independentistas, de manera que ERC ocuparía la posición de JxC, hasta ahora dominante. Mientras que la irrupción de la ultraderecha —la magnitud de la cual es la gran incógnita de todos los sondeos— no resultaría suficiente para apuntalar una alternativa semejante a la de Andalucía.
El cuadro que parecen perfilar estos pronósticos sugiere que, en los largos meses de precampaña y campaña, la radicalización del voto conservador habría provocado el hundimiento del PP y limitado el crecimiento de Ciudadanos, en tanto que la persistencia en la estrategia de la secesión unilateral castigaría al grupo del expresident huido, Carles Puigdemont, y el PSOE obtendría una prima electoral al ser percibido como último baluarte de una situación política en la que no se adivinan salidas evidentes, pero que es susceptible de empeorar. Lo sucedido en Podemos pertenece a una lógica de otra naturaleza, que habrá que abordar en su momento.
De todo este complejo panorama, el único punto con el que no cabe resignarse es la degradación de la vida pública, desgarrada por tensiones extremas que intentan desbordar el sistema constitucional. El Parlamento que saldrá de estas elecciones será probablemente el más fragmentado desde la restauración de las libertades en España, y ello responde a preferencias de los ciudadanos que en democracia no pueden ser puestas en cuestión. Pero será también el Parlamento en el que los partidos, en general, se manifiestan de antemano más contrarios al acuerdo, como consecuencia de acomodar la representación confiada por las urnas a sus intereses más inmediatos. Cada miembro de las Cámaras que se formarán no representará exclusivamente a sus votantes sino a la totalidad de los electores. Y es, por tanto, ante la totalidad de los electores, y no ante sus propios votantes, ante quienes los grupos parlamentarios tendrán que responder de la primera y más irrenunciable de sus obligaciones constitucionales: formar Gobierno.
Repetir las elecciones a consecuencia de los vetos cruzados entre fuerzas políticas, como sucedió en la legislatura que ahora concluye, no es una alternativa porque disfraza como fracaso del sistema lo que es un atentado contra él, perpetrado alevosamente desde su interior. El mandato que los ciudadanos manifiestan con sus votos es la composición del Parlamento, no el Ejecutivo que se deberá formar ateniéndose a la regla de la mayoría. Una regla que no solo exige respetarla cuando es garantizada por una fuerza en solitario, sino también articularla mediante una activa negociación programática en situaciones de fragmentación política. En contra de lo que dan por supuesto los partidos que han anticipado vetos y condiciones de imposible cumplimiento para permitir la formación de Gobierno a partir del día 28, amenazando con repetir las elecciones antes que desdecirse, un Parlamento democrático no padece parálisis sino que es deliberadamente paralizado. Cuando se impide cualquier acuerdo, por supuesto. Pero también cuando se establece una aberrante distinción entre la mayoría necesaria para investir un Gobierno y la que este requerirá para desarrollar su acción.
La obligación de acordar un candidato a presidir el Ejecutivo y de que ese candidato se presente ante la Cámara solo cuando disponga de mayoría para gobernar, no cuando esté en condiciones de obtener una mera investidura formal, no responde únicamente a una imperiosa necesidad de estabilidad. Obedece también a un deber de respeto al sistema constitucional y a su lógica implícita, de cuyo cumplimiento nada puede eximir. Ni siquiera una fragmentación política tan profunda y radicalizada como la que auguran los pronósticos.
LOS EGOISMOS DE LOS POLÍTICOS LES IMPIDE SER LÓGICOS
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