Sin duda es difícil la formación de Gobierno después de unas elecciones generales que han dejado a la principal minoría a una distancia de 53 escaños de la mayoría absoluta. Los obstáculos no son solo aritméticos, ni siquiera políticos, sino de método de trabajo: el Partido Popular se había habituado a tratar al Congreso casi como una extensión del Ejecutivo, protegido por el enorme número de escaños (186) de los que disponía en la anterior legislatura. Y ahora le resulta imperioso adaptarse a una situación en que el Gobierno dependerá de una pluralidad de operadores, empezando por la investidura del presidente, que exige el voto positivo de 176 diputados en primera convocatoria, y por lo menos más síes que noes en la segunda.
Desde la noche electoral, Mariano Rajoy anunció que iba a intentar la formación de Gobierno. Hoy sabemos que el presidente en funciones planea una oferta dirigida al PSOE en la que maneja la constitución de una ponencia en el Congreso encargada de estudiar la reforma constitucional —objeto de peticiones desoídas por el PP durante la legislatura pasada—. A su vez plantea la reforma del artículo 135 de la Constitución (lo que José Luis Rodríguez Zapatero y él mismo pactaron en 2011), de forma que el gasto social no esté tan condicionado al equilibrio presupuestario, junto con posibles subidas de impuestos para las clases más acomodadas.
Esos enunciados están lejos de constituir un proyecto político. No se puede abordar la nueva legislatura sin que el nuevo Gobierno tenga claro lo que va a plantear en relación con el conflicto del independentismo catalán. Tampoco sin definir las líneas de la reforma constitucional. Un proyecto es algo más que unas cuantas alusiones a posibles medidas: eso es lo que se echa de menos.
Para conjurar los riesgos de inestabilidad e ingobernabilidad no hay que esperar a que otros saquen las castañas del fuego. Rajoy solo cuenta de antemano con la abstención ofrecida por Albert Rivera, líder de Ciudadanos, para la votación de investidura, insuficiente por sí sola a efectos de reelegir al presidente.
La otra abstención necesaria sería la del PSOE, un objetivo francamente difícil de conseguir después de sus enfrentamientos durante la campaña y de la actitud de oposición anticipada por algunos de sus dirigentes. Por otra parte, permitir la investidura de un jefe del Gobierno en minoría no le protege de otros avatares parlamentarios.
Es demasiado fácil plantear algo que parece una oferta al PSOE y, en caso de respuesta negativa, echarle la culpa de no colaborar en la tarea de sacar adelante a España. Si Rajoy o sus colaboradores están pensando en algo parecido, es mejor que ni lo planteen. No les toca a los demás darle hecha al presidente en funciones la combinación que necesita, sino que le corresponde a él trabajar a fondo para conseguirla.
Estamos en los primeros compases de la negociación sobre soluciones de gobierno. Y esa es exactamente la responsabilidad de Rajoy. El presidente en funciones tiene que decir cómo y con quién quiere gobernar.
ESTA SITUACIÓN ES IDEAL PARA VER LA VERDADERA POLÍTICA SI LA HAY Y LA CAPACIDAD DE LOS ELEGIDOS.
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