No puedo dejar de pensar en todo lo que ha ocurrido con la DGAIA, y lo más doloroso es que todo estalla cuando ya es demasiado tarde. ¿Por qué? ¿De verdad era necesario esperar a que el caso se convirtiera en un escándalo público para empezar a actuar?
Es escalofriante saber que incluso se ha intentado silenciar a quienes decidieron alzar la voz. Esa reacción, más allá de preocupante, resulta alarmante: es una reacción institucional que parece más interesada en protegerse a sí misma que en proteger a los menores.
La reciente noticia del caso de una niña de 12 años víctima de abusos mientras estaba bajo tutela pone en evidencia las graves deficiencias del sistema. No solo en Cataluña, sino también en otras comunidades autónomas donde se han documentado abusos, negligencia y desprotección. ¿Cuántas veces más tiene que repetirse esto?
Y entonces me surge la pregunta más inquietante: ¿quién protege realmente a los menores? Porque seguramente lo sucedido no es responsabilidad de una, dos o tres personas. Es el reflejo de un sistema donde demasiadas personas, desde una institución pública, tienen en sus manos decisiones vitales sin los controles necesarios.
Es urgente replantear no solo los protocolos, sino también la estructura del sistema tutelar. Porque los menores bajo protección estatal no pueden seguir siendo víctimas del silencio, de la desprotección y de errores que se repiten.
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