Bruselas teme más inestabilidad
El brazo ejecutivo de la UE pide una mayoría "estable" tras casi un lustro sin Gobiernos sólidos.
Las elecciones son uno de esos instantes en los que la historia bascula y se define. España encara el 28-A como una especie de segunda Transición tras una década de Gran Recesión que ha dejado cicatrices en forma de paro y desigualdad, con la mayor crisis política en 40 años —Cataluña— y con la irrupción de un pentapartidismo imperfecto que va a cambiar de arriba abajo el Parlamento. Los jóvenes líderes españoles (todos ellos nacidos después de 1972) han elegido un tono bronco, bilioso, que complica las alianzas poselectorales. Ese aire de plaga de úlceras, además, dificulta el encaje de los grandes debates: más allá de las frases para la foto apenas hay rastro de las posiciones sobre los principales asuntos que están sobre la mesa en Europa, del Brexit a la migración o el futuro del euro. La UE advierte de las consecuencias negativas de prorrogar la inestabilidad política: "Bruselas espera un Gobierno con una mayoría parlamentaria estable, capaz de sacar adelante los presupuestos y que acabe con las vacilaciones que han sido la norma desde 2015", asegura una alta fuente europea a este diario.
"La marcha de la economía ha sido la mejor noticia de estos años, pero la política española no puede seguir a trancas y barrancas", destaca la misma fuente. El Brexit y las elecciones europeas absorben ahora todos los esfuerzos en la UE, e Italia es el principal dolor de cabeza en el Sur. España no es, ni mucho menos, un problema en Bruselas.
Pero sí hay una mueca de disgusto por las cifras de entrada de inmigrantes por el Mediterráneo. Y desazón por la escasa aportación española a los grandes debates del euro, con una cumbre extraordinaria en Sibiu (Rumanía) en mayo que se antoja clave. Además, se ve con cierta preocupación la irrupción de Vox en uno de los países que había resistido la tentación del nacionalpopulismo. Lo ideal, en Bruselas, sería una coalición de partidos proeuropeos; Vox —potencial aliado de los ultracatólicos polacos e incluso del húngaro Viktor Orbán— no parece tener, según ese análisis, el potencial amenazador de formaciones similares en otros Estados.
España, en fin, boxea por debajo de su peso en Bruselas, pero aun así es uno de los pocos países capaces de seguir en la línea del eje francoalemán. Para ello, eso sí, deberá estrenarse en el noble arte de las coaliciones, a la holandesa (con varios partidos) o incluso a la portuguesa, con un presidente conservador y un Ejecutivo de izquierdas.
Ajena por ahora a esas peticiones europeas, la campaña sigue siendo una cuesta arriba extenuante. Albert Rivera (Cs) acusó este miércoles a "los que organizan homenajes a asesinos" de "estigmatizar a los demócratas". Pablo Casado (PP) se superó a sí mismo y habló de "apartheids" en las zonas con independentistas. Pero más allá del miedo a Cataluña que agita la derecha y al miedo a la derecha que agitan PSOE y Podemos, la campaña no termina de cuajar: los socialistas siguen con un marcado perfil bajo, mientras que PP y Cs lo fían todo a la última semana y al debate televisivo, que puede decantar a los indecisos y trastocar el peso de los bloques.
Bruselas ve con distancia esa suerte de cataclismo declarativo diario. De entre los asuntos de campaña, el que más le escuece es el fiscal: "La política fiscal está sin control, España no tiene margen si viene una recesión", apunta Daniel Gros, del think tank liberal CEPS. Otros laboratorios de ideas, como Bruegel, tampoco ven colchón para prometer bajadas de impuestos; Eurointelligence apuntaba este miércoles que "difícilmente España va a ser un actor más influyente en la Europa posbrexit".
Lejos de prestar atención a ese tipo de advertencias, Podemos promete una reestructuración de deuda políticamente utópica, el PSOE evita dentro de lo posible meterse en charcos y en el flanco derecho se multiplican los planes de recortes de impuestos, con continuas referencias a la curva de Laffer, la idea más influyente que llegó jamás al mundo en una servilleta. El economista estadounidense Arthur Laffer se la explicó en un restaurante —encima de la citada servilleta— a dos altos cargos del partido republicano allá por 1974: la recaudación, según esa tesis, subirá si bajan los impuestos, a pesar de que la evidencia empírica apunta abrumadoramente en sentido contrario.
La idea tiene muchos adeptos entre las rentas más altas, y a pesar de la pálida situación fiscal de España la defienden Vox y el economista jefe del PP, Daniel Lacalle; Cs no llega tan lejos pero propone rebajas tributarias notables. La Administración Reagan fue la primera en llevarla a la práctica, y el déficit se fue a cotas estratosféricas. Los dos funcionarios a los que se la contó Laffer eran Donald Rumsfeld y Dick Cheney: los mismos que más adelante tramaron también la guerra de Irak. ¿Casualidad?
MUY ACERTADO.
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