A mí no me gustan los gatos.
En el día internacional del gato, el autor recuerda la llegada a casa y las aventuras de sus nuevas compañeras.
No me gustan los gatos. Sé que no es muy popular decir algo así en un blog sobre animales, pero es lo que hay. Son egoístas, traicioneros y ariscos. No son cariñosos, sociables y obedientes como los perros. Se afilan las uñas en tu sofá, te ponen la casa perdida de pelos, te ignoran y cuando buscas sus mimos te fustigan con el látigo de su indiferencia sin piedad. Lo único bueno es que no tienes que sacarlos a pasear y son muy limpios. No tienes que lavarlos ni enseñarles a ir al baño. Nacen con un manual de instrucciones higiénicas infinitamente más evolucionado que el humano. Pero ya. Eso no cambia el diagnóstico inicial.
Con esa opinión tan firmemente asentada (de oídas, que para eso soy español), hace menos de nueve meses me encontré de la noche a la mañana con dos gatos en casa. No bastaba con uno, no. Con dos. Dos gatas para ser precisos. Así, sin anestesia. El tipo al que no le gustan los gatos pasaba a tener dos gatas. Kala y Trufa. Llegaron juntas, para que no hubiera líos y tenían prácticamente la misma edad: apenas un par de meses. Kala provenía de una familia acomodada, una familia estándar, con sus padres, sus hermanos, sus comodidades. Trufa venía de la basura. Se la encontraron unos niños en una caja junto a un contenedor y sin la pezuña de su pata delantera izquierda. Para nuestro alivio resultó ser una malformación genética y no consecuencia del mismo salvajismo desalmado que llevó a tirarla a la basura.
En el caso de los gatos, debe ser que el origen forja el carácter, porque Kala es una pija de familia acomodada y Trufa, una quinqui de vertedero. Desde que entró por la puerta de casa, Kala estuvo dos días sin hablarnos. En concreto, estuvimos dos días sacándola de dentro del sofá, del agujero que hay detrás del bidé, del hueco que queda detrás de la guitarra apoyada en una esquina del salón... Normal. Si a mí me hubieran separado de mi familia para llevarme a una casa junto a otra gata que encima es una macarra tampoco me lo habría tomado bien. Pero Kala debió aplicarse la máxima que tenía mi viejo profesor de Filosofía cuando te llamaba la atención en clase: "Te aclimatas, emigras o mueres". Y optó por la primera opción porque la segunda no podía y morirse no le debió apetecer, le gusta demasiado comer. Y también que la cepillen. Y que la rasquen la barriga. Puro egoísmo.
Tan egoísta como Trufa, que al llegar debió pensar: "Peor estaba en la basura". Y decidió convertirse en la consejera delegada de la casa. Eso implica supervisar todo lo que se hace. Si barres, ella se sienta en el recogedor. Si te lavas los dientes, ella se mete en el lavabo. Si haces la cama, ella se tumba en el edredón. Si ves el fútbol, ella se sube al mueble de la tele a perseguir el balón con su muñón mientras le dices que se quite de ahí con el mismo éxito de quien barre el desierto. Pero lo que ya no es digno de tal nombre es lo de dormir. Resulta que tu almohada ya no es tuya, es suya. A mitad de noche te giras porque notas un bulto en la espalda y piensas: "¡Pero qué demonios hay aquí!" y ves a Trufa en medio de la cama arropada con tu nórdico. Eso cuando no te despierta de madrugada con el motorcillo encendido mientras frota su cabeza contra tu cara y te hace un peeling facial a lametones. Kala, al menos, tiene el detalle de esperar hasta las seis de la mañana para saltar encima de tu hígado mientras juega a perseguirse con Trufa. Son pura traición.
Cuando vienes de la calle, siempre te encuentras a las dos en la puerta. Kala para hacer la croqueta y que la acaricies. Trufa para salir zumbando al descansillo de la escalera, hacer que la persigas, la atrapes y, entonces ya sí, hacer la croqueta y que la acaricies. Son ariscas, no hay duda.
Kala es la paz, la zen, la miedosa (que se te cae una cuchara y huye despavorida). Trufa es el torbellino, la agitación, la curiosidad (que se te cae la misma cuchara y viene a toda velocidad a ver qué se te ha caído). Probablemente, a estas alturas resulte obvio que lo que se me ha caído con Trufa y Kala es la baba pero, vamos, que a mí no me gustan los gatos.
SON SIMPÁTICOS CUANDO QUIEREN Y TE ARAÑAN CUANDO MENOS LO ESPERAS SON CAPRICHOSOS Y COMO FELINOS SALVAJES E INDOMABLES.
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