El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, durante su última conferencia de prensa en 2017
Un país paralizado.
La democracia sufre cuando los políticos son incapaces de acordar.
Los españoles fueron convocados a las urnas en dos ocasiones muy recientes: en diciembre de 2015 y en junio de 2016. Los resultados de ambos comicios dibujaron un escenario de fragmentación que obliga a partidos y líderes políticos a buscar el acuerdo en los grandes temas que preocupan a la ciudadanía.
Sin embargo, ni líderes ni partidos políticos parecen haber entendido, y menos atendido, esa demanda. Al contrario, siguen encastillados en posiciones maximalistas, como si añoraran los tiempos de la mayoría absoluta en los que la imposición sustituía a la negociación. Consecuencia de ello, asuntos de crucial importancia sobre los cuales no se puede demorar más la actuación, están bloqueados o languidecen.
Pueden buscarse excusas en la cuestión catalana, que sin duda ha consumido enormes energías. Pero no es de recibo escudarse en ella para evitar el acuerdo en materias tan importantes como las pensiones, la violencia de género, la reforma educativa, la precariedad laboral, la financiación autonómica o las medidas anticorrupción.
La reforma constitucional, deseable, pero hoy por hoy difícil de vislumbrar en el horizonte, tampoco puede servir para explicar la falta de capacidad de llegar a acuerdos en un gran número de temas que por su propia naturaleza requieren amplios consensos de carácter transversal.
El Parlamento, lejos de haberse visto revitalizado, se ha convertido en el foco de una parálisis que daña la legitimidad de nuestro sistema político. El bloqueo del plan de ayuda al empleo juvenil, dotado con 500 millones de euros, y que podría beneficiar con 430 euros mensuales a 800.000 jóvenes, no es sino un sangrante ejemplo de los brutales costes de esta parálisis.
Una vez más se pone de manifiesto que no estamos tanto ante una crisis de la democracia representativa, única manera, hoy por hoy, de gobernar sociedades abiertas y complejas, como de una crisis de aquellos que tienen que hacer funcionar la democracia: los partidos políticos. Son ellos los que tienen que hacer valer los intereses de sus representados en el sistema político y lograr acuerdos que les beneficien.
El Gobierno, con Rajoy a la cabeza, parece haber encontrado en la tarea de no gobernar, no reformar y no impulsar políticamente, su estado ideal. Y el PSOE, principal partido de la oposición, lejos de proponerse como alternativa, solo aspira a minimizar sus derrotas. Mientras, Ciudadanos sigue conformándose con desgastar al Gobierno desde el asiento de atrás y Podemos, empeñado en cambiar de sistema en lugar de mejorarlo, ha abandonado hace tiempo todo intento de lograr cambios tangibles que beneficien a sus votantes, en su inmensa mayoría jóvenes cuyo futuro de precariedad y desigualdad desatienden.
La democracia se legitima, ante todo, por los resultados. Y los resultados de nuestra democracia son, cada día que pasa, más escasos. El pragmatismo y la disposición al acuerdo, el llamado consenso, que tan buenos resultados ha dado a este país, parece haberse evaporado, siendo sustituido por el tacticismo y la mediocridad. España no puede permitirse otro año de parálisis y anquilosamiento en el que los grandes problemas queden desatendidos. Es urgente recuperar el pulso político y la pulsión por el acuerdo.
Y NO ES POR LA ESCASEZ DE POLÍTICOS, SI NO POR SU INCOMPETENCIA Y LA CORRUPCIÓN COMO REINA DEL COTARRO.
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