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domingo, 13 de octubre de 2013

LA LEY WERT NO CONVENCE A NADIE

Foto conjunta de oposición, padres y docentes frente al Congreso contra la LOMCE. (Efe)
‘Ley Wert’: Menos tabernas y más escuelas.
El 27 de abril de 1887 fue una jornada singular en el Senado. Aquella mañana se despedía de la política española el senador vitalicio Claudio Moyano Samaniego. Y lo hizo con un discurso fecundo y honrado en el que defendió el valor de una ley -que lleva su nombre- que ha pasado a la memoria de todos como un monumento de modernidad.
Moyano, que había sido casi todo en la política española durante décadas, se había inspirado en el ‘informe Quintana’, elaborado en 1813, y recordó durante su intervención que la primera ley de instrucción pública que tuvo este país llevaba ya en vigor 30 años pese a las vicisitudes por las que había atravesado España. “Esta ley ha durado y durará muchos años”, sostenía Moyano, “porque, y eso puedo decirlo muy alto, fue una ley nacional, no de partido, sin que los gobiernos posteriores hayan intentado modificarla sustancialmente”. Gracias a ella, y por primera vez en la historia de España, se garantizó la enseñanza obligatoria a los niños con edades comprendidas entre seis y nueve años, en línea con el ideario liberal surgido de la Constitución de 1812 que estaba en realidad detrás del informe del poeta Quintana.
Causa perplejidad pensar que en el atormentado siglo XIX español, con constantes asonadas y revueltas civiles fruto de una época especialmente convulsa, una ley tuviera carácter de Estado. Y causa todavía más perplejidad a la luz de lo que ha sucedido desde la recuperación del sistema democrático: las leyes de educación se han convertido en una rutina parlamentaria. Durante los mismos 30 años que citaba Moyano en su intervención de despedida ante los senadores de la Restauración, el parlamento democrático surgido de la Constitución de 1978 ha producido hasta media docena de grandes leyes que afectan al sistema educativo (LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE…), a las que hay que añadir aquellas que tienen que ver con el sistema universitario o con la formación profesional.
Durante los 30 años que citaba Moyano ante los senadores de la Restauración, el parlamento surgido de la Constitución de 1978 ha producido media docena de grandes leyes que afectan al sistema educativo (LODE, LOGSE, LOPEG, LOCE, LOE, LOMCE…), a las que hay que añadir aquellas que tienen que ver con el sistema universitario o con la FPEsta incontinencia legislativa sobre un asunto capital sólo demuestra la incapacidad del país para hacer políticas de Estado más allá de los movimientos tácticos que exige el debate parlamentario.
La causa de esta sucesión de leyes probablemente tenga que ver con la ausencia de autocrítica y de responsabilidad política por parte de sus señorías, que hace posible que los mismos que han gobernado, cuando pasan a la oposición, den lecciones sobre cómo hacer las cosas pese a los errores cometidos.
Hay otro motivo sin duda más preocupante. La obsesión del sistema político por las leyes, haciendo bueno aquello que decía Keynes: ‘A juzgar, por lo que pasa en EEUU, tan repleto de juristas, el Mayflower debió salir de Plymouth cargado de abogados’. O dicho en otros términos, el sistema político sigue pensando que sólo cambiando las leyes se modifica la realidad, lo que sin duda ha llevado a tan disparatada hemorragia legislativa.
Una mentira cien veces repetida
Lo paradójico del caso es que en los mismos preámbulos o exposiciones de motivos que justifican las leyes educativas se reconoce -de manera explícita y recurrente- que la educación es un asunto tan relevante que es fundamental el consenso social y político. Hasta la propia la ley Wert -tan contestada en la calle por quienes van a gestionarla- proclama este principio.  Dice el preámbulo que “esta ley orgánica es el resultado de un diálogo abierto y sincero, que busca el consenso, enriquecido con las aportaciones de toda la comunidad educativa”.
Nada más lejos de la realidad. La Ley Wert nace (la responsabilidad es sin duda compartida) sin respaldo de quienes van a convivir con ella hasta la próxima reforma, lo cual es un lastre considerable. Y esa lamentable imagen de los grupos de oposición conjurándose para acabar con una ley que ni siquiera se ha publicado todavía en el BOE es el mejor reflejo de un sistema político tan infantil como caduco incapaz de estar a la altura de la época que le ha tocado vivir.
Llenar de ideologías las aulas es un disparate que este país lleva pagando muchos años. Como pensar que sólo con leyes se acaba con el fracaso escolar. Como han puesto de relieve numerosos estudios, los factores más relevantes a la hora de determinar el riesgo de fracaso escolar del alumno son, en el ámbito individual, el sexo (los chicos fracasan un 50% más que las chicas), la repetición de curso y la falta de educación infantil; mientras que en el ámbito familiar lo relevante es la categoría socioprofesional, la actividad económica y el lugar de origen de los padres, así como los recursos educativos del hogar y su utilización. Es decir, una panoplia de causas que ninguna ley está en condiciones de obviar.
La 'Ley Wert' nace (la responsabilidad es compartida) sin respaldo de quienes van a convivir con ella hasta la próxima reforma, lo cual es un lastre considerable. Llenar de ideologías las aulas es un disparate que este país lleva pagando muchos años. Como pensar que sólo con leyes se acaba con el fracaso escolar¿Quiere decir esto que la ley Wert es intrínsicamente mala? En absoluto. La ley supone un cierto avance en algunos aspectos como la recuperación de una especie de reválida al acabar los distintos ciclos académicos (siempre que se mida el progreso del alumno y no tanto los valores absolutos para evitar las segregaciones injustas) o la apuesta por la formación profesional mediante itinerarios específicos ya en cuarto de la ESO. El reforzamiento de la autonomía de cada centro y de la propia figura del director (mediante un concurso de méritos entre profesores de carrera) va en la misma dirección. Lo mismo que las evaluaciones externas e internas para que la sociedad conozca realmente si el sistema educativo cumple el mandato constitucional, que no es otro que “el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales».
¿Y por qué, entonces Wert es un mal ministro? Pues porque en lugar de buscar el consenso ha querido desde el primer día imponer su criterio, su único criterio, en una materia tan delicada como es la educación, y que luego debe ser aplicada en cada aula. Alguien debió sugerirle en su día que podría haber imitado a Claudio Moyano, quien en lugar de tirar por la calle de en medio lo que hizo fue primero pactar una Ley de Bases capaz de identificar las líneas maestras de la reforma. Posteriormente, y de manera legítima, fue  el Gobierno quien redactó el articulado concreto del proyecto de ley para remitirlo a las cámaras. Pero antes existió un consenso previo que hubiera evitado muchas discrepancias inútiles.
Ética y religión
Esta técnica de tramitación parlamentaria explica, en buena medida, la estabilidad de una ley fundamental, y pone en evidencia a quienes ven en la educación un formidable botín ideológico. Pensar que el consenso social se alcanza con leyes por el simple hecho de contar con la suficiente mayoría parlamentaria es un sinsentido que este país sigue pagando. Sobre todo cuando su aplicación va a depender de las comunidades autónomas, que, guste o no, son quienes tienen transferidas las competencias de educación.
La ley, sin embargo, vuelve a errar cuando sitúa en un plano de igualdad la religión (que es un cuestión de naturaleza privada) con los valores éticos (que es un asunto público). No se trata de reabrir absurdas guerras de religión, sino de situar cada esfera de la conciencia individual en su justa medida. Tanto por el bien de la Iglesia como por el bien del Estado aconfesional. Aunque más importante sea la ausencia de un verdadero modelo de financiación de la escuela pública que la proteja de recortes suicidas y de segregaciones frente a ciertos privilegios de la escuela concertada por motivos estrictamente ideológicos, una singularidad del sistema educativo español. Como lo es, al mismo tiempo, el desajuste entre formación y empleo.
Es evidente que el Estado debe garantizar el derecho a la educación gratuita y los padres tienen a su vez el derecho a llevar a sus hijos a un centro privado, sea religioso o no, pero para eso es de mayor utilidad el sistema de ‘cheque escolar’ -el Estado garantiza cierta cantidad a cada familia en función de la disponibilidad económica- que un modelo de conciertos que es una anomalía histórica, y que se puso en su día en marcha porque el Estado no tenía medios suficientes para garantizar el derecho a la educación. Y la ley Wert insiste en ese error. El cheque escolar -que funciona en algunos países nórdicos, Australia o Nueva Zelanda- es mejor que el sistema de conciertos.
Tal vez así se pueda hacer realidad aquella máxima que decía Amadeo, un personaje citado por Josefina Aldecoa en su Historia de una maestra:
-‘Digo yo, señora maestra, que si todos supiéramos más de libros y menos de tabernas, nos engañarían menos y seríamos más felices”.
 
COMENTARIO:
Se necesita una ley consensuada por todos o la mayoría de los partidos políticos.
Esta es una ley administrativa sobre la educación y no una ley que busque la mejore de la educación. Una ley llena de nostalgia. Durará poco no por su falta de consenso sino porque es una chapuza. Responde más a unas demandas ideológicas que a un análisis de las necesidades REALES. 

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