En cualquier sistema democrático, la legitimidad del poder reside en la voluntad popular. La soberanía no es un regalo del gobernante ni una concesión del partido: es un derecho inalienable de la ciudadanía. Cuando los representantes olvidan este principio, y anteponen su supervivencia política, sus privilegios o sus intereses de partido, se rompe el pacto democrático que da sentido a nuestras instituciones.
Hoy asistimos a un preocupante deterioro de ese pacto. Gobiernos que legislan por decreto, parlamentos convertidos en meros escenarios de propaganda, medios públicos alineados con el poder, y partidos que miran hacia otro lado ante escándalos evidentes de corrupción institucionalizada. Todo ello con la complacencia, o la colaboración directa, de quienes deberían fiscalizar, denunciar y proponer alternativas.
La corrupción ya no es solo un problema ético, es una amenaza estructural. Porque no se limita al enriquecimiento ilícito: también lo es usar las instituciones como herramientas personales, colonizar el Estado, cooptar a jueces, deslegitimar al adversario político y negociar apoyos a cambio de impunidad. Eso es corrupción. Eso es autoritarismo. Y frente a todo ello, solo cabe una respuesta clara: más democracia.
Más democracia significa más transparencia, más control institucional, más medios independientes y más separación de poderes. Pero, sobre todo, significa devolverle la voz a la ciudadanía. Cuando un gobierno se aleja de su pueblo, las urnas deben ser la solución, no el último recurso.
Negarse a una moción de censura con el compromiso explícito de convocar elecciones es, en la práctica, proteger al poder. Hacerlo por miedo a perder privilegios, a quedar fuera de escena o a no recibir la subvención deseada es una traición al mandato popular. Quien actúa así no es neutral: es cómplice. Todos los socios de Sánchez lo son. Son cómplices de una forma de gobierno: autocracia sin más. Todo por recibir a cambio de ese apoyo incondicional: impunidad, poder, notoriedad, influencia... y es, sobre todo: reírse de los ciudadanos, a los que se deben.
Cuando les digan los de Podemos, Sumar, ERC, PNV... que no tienen casos de corrupción, decirles a la cara: qué, tanto mata el que mata como el que tira de la pata.
La democracia exige valor. Valor para decir no al poder cuando se desvía. Valor para votar en conciencia. Y, sobre todo, valor para respetar la voluntad del pueblo incluso cuando no coincide con nuestros intereses personales o partidistas.
Porque, ante la corrupción, la única respuesta legítima es el pueblo. Y su herramienta más poderosa son las urnas.
España está a punto de pertenecer a una de esas autocracias que destruyeron países desde dentro, arrasando con el Estado de derecho, libertades, igualdad ante la ley, separación de poderes... para convertir la política en un mero instrumento para que cualquier impresentable instrumentalice las instituciones y los órganos de control democrático.
"En una democracia, los órganos de control democrático son aquellos encargados de supervisar y fiscalizar el poder público, asegurando la transparencia, la rendición de cuentas y el respeto a los derechos ciudadanos". Sin ellos la ciudadanía está huérfana y será incapaz de reaccionar y actuar ante un gobierno autócrata dispuesto a aferrarse al poder al precio que sea. En España estamos ahí, resulta que este Gobierno accedió al poder por la corrupción del anterior Gobierno y ahora se aferra al poder columpiándose en su propia indecencia sin que los ciudadanos ni la oposición puedan echarle de ahí.
El poder por el poder es corrupción, sin más.
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