En España hemos convertido el principio y el final de la vida en zonas de sombra. Ni se apoya a quienes quieren tener hijos, ni se cuida a quienes lo dieron todo. Tener un hijo es un lujo; envejecer con dignidad, un privilegio. Así de crudo.
Traer vida al mundo en este país se ha vuelto una decisión heroica: salarios bajos, vivienda inaccesible, horarios incompatibles, nulo apoyo institucional. Y cuando esa vida llega a su fin, la respuesta del Estado es el abandono: pensiones insuficientes, cuidados inasumibles, residencias convertidas en almacenes de cuerpos, sin supervisión ni humanidad.
A los mayores se los deja solos. No pueden contratar cuidadores, no acceden a plazas públicas dignas, y las pocas que hay están saturadas o mal gestionadas. Las condiciones laborales de los trabajadores impiden el trato digno, y la supervisión es casi simbólica. Lo que no se ve no existe.
Este no es solo un fallo del sistema. Es una rendición moral. Un Estado que no protege a sus hijos ni honra a sus mayores no tiene futuro. Importamos población sin garantizar integración, mientras desatendemos a los nuestros. Es un suicidio demográfico, social y ético.
Estamos dinamitando los cimientos de nuestra casa. Y esperamos que otro venga a reconstruirla.
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