Y era de esperar, una vez que cada sexo afirma su personalidad y declara prescindible al otro, a la vez que se acomete un rendimiento de cuentas por comportamientos seculares previos; y si añadimos que lo que está en juego es el poder, que no admite compartición, el conflicto está servido.
Lo único común a ambos sexos es su condición humana (y que condujo al error de considerarlos mezclables, cuando en los reinos animal, vegetal y mineral también encontramos realidades y elementos que se repelen, aunque sin el componente de elaboración que distingue a los humanos), siendo divergentes en todo lo demás, cuando no opuestos, en una enriquecedora diversidad, y el solo hecho de intentar comprenderse mutuamente resulta innecesario, por vano y estéril, ya que son mundos distintos que se han desconectado definitivamente después de que hace muchísimo tiempo a alguien se le ocurrió que debían convivir y formar familia.
A partir de ahí habrá que ir pensando en la manera de evitar conflictos entre dos partes en permanente litigio, de manera que puedan coexistir distanciados, porque el terreno que uno de ellos está ganando al otro, y que probablemente excede sus derechos, podría desencadenar un efecto rebote de unas consecuencias de las que el tiempo será espectador preferente.
Y, mientras tanto, bienvenidos a la misantropía, la vida en solitario (que no en soledad), y que de momento funciona recurriendo a las incondicionales mascotas, fieles y sumisas, ideales para satisfacer la vanidad, la necesidad de posesión y dominio, el otro nexo que identifica a los humamos, aquí sí que sin distinción.
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