Herencia envenenada.
El Constitucional censura el desprecio al Parlamento del Gobierno en funciones de Rajoy.
El Tribunal Constitucional resolvió el pasado 14 de noviembre que el Gobierno del Partido Popular vulneró el equilibrio de poderes al rechazar someterse a control parlamentario durante los 10 meses que estuvo en funciones, entre las elecciones celebradas en 2015 y la investidura de Mariano Rajoy en octubre del año siguiente. La gravedad de las responsabilidades políticas que se derivan de la sentencia, dictada por unanimidad, contrasta con el desinterés con el que se ha acogido. El tribunal ha sido cuidadoso en la elección de los términos y la precisión de los argumentos, pero la situación que ha descrito es la de un poder ejecutivo que, por sí y ante sí, decide negarse a rendir cuentas ante la Cámara donde reside la soberanía popular. La decisión hubiera sido grave fueran cuales fuesen las razones en las que se amparase, pero mucho más si, como sucedió, la que alegó el Ejecutivo pretendía sostenerse en que escamotear al Parlamento la tarea de controlarlo no era una cuestión de voluntad, sino "de estricto cumplimiento de nuestro ordenamiento jurídico".
Las decisiones adoptadas por el Gobierno de Rajoy y los argumentos a los que recurrió para justificarlas no fueron resultado de un error circunstancial en la interpretación del texto constitucional, sino de un intolerable desprecio hacia los procedimientos que deben observarse en democracia; un desprecio que comenzó cuando el candidato popular a la presidencia del Gobierno se abstuvo de cualquier iniciativa para completar su mayoría minoritaria y ser investido, condenando deliberadamente al país a casi un año de parálisis institucional. No es siquiera imaginable que entre los miembros de aquel Gobierno, algunos de ellos abogados del Estado, ninguno advirtiera que uno de los rasgos que distingue al sistema democrático de la autocracia es el control del Ejecutivo. Ni tampoco que el género de excusas al que recurrieron no solo frustraba el ejercicio de una función propia de la Cámara, como ha señalado la sentencia, sino que además banalizaba las tareas del Tribunal Constitucional, al pretender que era él, el Ejecutivo, y no este tribunal, quien está facultado para realizar la interpretación auténtica de la Constitución. Fueron varios los miembros del Gabinete de Rajoy quienes se prevalieron de estas añagazas que vulneraban la esencia misma del sistema democrático, pero no deja de ser una paradoja, cuando no un sarcasmo, que uno de ellos presida ahora la Cámara contra la que entonces atentó. Y no deja de ser tampoco un aciago signo de los tiempos que el mismo Parlamento al que los ciudadanos han visto resignadamente debatir trivialidades porque convenía al interés propagandístico de unos grupos políticos u otros, no haya dedicado un instante a pedir explicaciones a quien lo dirige con estos dudosos antecedentes.
La sentencia del Tribunal Constitucional se refiere, sin duda, a hechos pasados, y parecería entonces que tomarla en consideración responde a una estéril exigencia de responsabilidades retrospectiva. Sería así si, al contrario de lo que sucede, el desprecio de los procedimientos ordinarios y la banalización de las tareas que corresponden a cada poder no se hubieran convertido en uno de los grandes peligros que se ciernen sobre el sistema constitucional español, obligado a sobrellevarlo en todas sus instancias como una herencia envenenada. La sentencia del Tribunal Constitucional ha venido a recordar que el periodo entre las elecciones de 2015 y la investidura del presidente Rajoy en 2016, después de una insólita repetición electoral, dejaron una impronta institucional mucho peor de lo que entonces y ahora se podía imaginar. El sistema una vez más ha resistido, pero las responsabilidades deben ser depuradas y las lecciones, aprendidas.
TODO ES DEBIDO A LA CLOCA POLÍTICA EXISTENTE EN ESTA DEMOCRACIA DE PANDERETA.
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