San Xenxo-España (foto J.A.Miyares)
No seré yo quien reste mérito a los sindicatos en el papel que han desempeñado en el periodo de la transición y restauración democrática en España. Todavía me vienen a la memoria aquellos dos líderes casi heroicos que fueron Marcelino Camacho y Nicolás Redondo, que lucharon, negociaron, influyeron, reivindicaron y consiguieron para los trabajadores niveles de derechos y bienestar sin precedente; en muchas ocasiones a base de mantener un difícil equilibrio con la legislación vigente y, casi siempre, anticipándose a los políticos de la época en la concepción de la idea global del Estado.
Por lo tanto, este país les debe a los principales sindicatos un reconocimiento indiscutible por la defensa y reivindicación de los derechos laborales llevada a cabo durante 30 años. Sin embargo, en los últimos siete estas asociaciones se han convertido en una especie de negocio para unos cuantos, perdiendo el prestigio y la apreciación de que gozaban por parte de la sociedad.
Esta cuesta abajo no es casual, sino que se la han ganado a pulso en ese tiempo con su comportamiento poltronero y ocultista. Cuando todas las instituciones y organismos del Estado, incluida la Casa del Rey, están obligados a llevar a cabo un ejercicio de transparencia publicando y fiscalizando sus cuentas, las de los sindicatos nadie las conoce. Parece que tienen un interés especial en tapar sus números por temor a la alarma social si se llegara a conocer de dónde provienen sus ingresos y en qué se emplean los mismos. Estos organismos se han quedado anclados en un concepto de sindicalismo ramplón propio de la segunda mitad del siglo XX.
Solamente hay que ver a sus líderes con aspecto estudiadamente desaliñado y actitud amenazante y vocinglera que cada vez que hablan lo hacen a gritos, como si estuvieran arengando a las tropas en una guerra antigua. Lo cierto es que mientras que nuestra nación ha ido evolucionando y progresando, a veces con altibajos y desequilibrios, los sindicatos se han quedado anquilosados, y la prueba más fehaciente la hemos tenido en los cuatro últimos años, en que al amparo de un Gobierno desnortado e improvisador han mantenido un silencio ovino, dócil y sumiso mientras se destruían tres millones de puestos de trabajo, 300.000 empresas, y donde el 50% de los jóvenes no tienen empleo. Claro que, a cambio, ese mutismo les ha producido prebendas y subvenciones con cargo al dinero público de los impuestos de todos los españoles. Las organizaciones sindicales son imprescindibles en una nación democrática, justa y abierta como la que queremos crear todos, por lo que si aspiran a jugar el papel que les corresponde harían muy bien en abrir un proceso de renovación y transparencia, que debe empezar por la publicación de sus números y cuentas.
Me cuesta creer, queridos lectores que, como se viene publicando en los medios, haya más de 25.000 liberados que disponen de 5.000 tarjetas de crédito con un gasto incontrolado y que en los tres últimos años hayan recibido subvenciones del Estado por 900 millones de euros, además de que las cuotas de sus afiliados solamente suponen el 10% de sus ingresos; también parece ser que se contabilizan 340.000 delegados sindicales que dedican 60 millones de horas laborales a su actividad y... no continúo para no cansarles. Sería bueno que para evitar especulaciones y equívocos los rancios líderes de estas organizaciones iniciaran un proceso de modernización para dar paso al sindicalismo progresista y traslúcido que necesita y demanda la sociedad española del siglo XXI.
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