Vivimos en una época en la que parece que nuestras ideas ya no nos pertenecen. Cada opinión y cada pensamiento tienen que encajar en una etiqueta política.
Si estás a favor del aborto, eres de izquierdas. Si defiendes la ley LGTBIQ+ o la lengua de tu propio territorio, también. Si hablas de inseguridad ciudadana y estás en contra del aborto, entonces eres de derechas. Y, así, todo se convierte en un tablero de ajedrez donde solo existen dos colores: blanco o negro.
El pensamiento crítico se ha convertido en un lujo, y la diversidad de ideas dentro de una misma persona, en una rareza. Una persona puede estar a favor del aborto y ser de derechas, o defender la igualdad LGTBIQ+ y votar a un partido conservador. Las ideas no tienen bando político.
Pero todavía hay algo que me parece aún más preocupante que la polarización política: hoy en día, muchas personas ya no votan guiadas por un programa electoral, sino movidas por el miedo y la inseguridad de una situación que estamos viviendo en nuestras ciudades, amplificada y usada estratégicamente por algunos partidos.
Muchas personas deciden su voto movidas por el miedo o la inseguridad. Se promete orden, control o mano dura, y eso basta para ganarse su confianza, aunque detrás de ese discurso haya políticas que pueden poner en riesgo otros derechos, como el de decidir sobre el propio cuerpo o vivir en igualdad. La urgencia por resolver un problema concreto hace que olvidemos mirar el conjunto, y acabamos cambiando libertad por sensación de seguridad.
Nos hemos acostumbrado a dividir el mundo en bandos, olvidando que entre el blanco y el negro existe una enorme gama de grises. Y quizás, solo cuando recuperemos esos matices, podamos empezar a dialogar de verdad.
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