La democracia occidental atraviesa un proceso silencioso de degradación. En Europa y América, la corrupción y la falta de responsabilidad política han llevado a los ciudadanos a buscar alternativas que, aunque no compartan sus valores, parecen más coherentes y honestas que los partidos tradicionales. España forma parte de este fenómeno.
Votar por costumbre a un partido salpicado por la corrupción no es un gesto de fidelidad ideológica, sino una forma de resignada candidez. Tener una ideología es legítimo; sostener con el voto a quienes otorgan impunidad a corruptos y fugitivos, no. Quien lo hace se convierte en cómplice de la desigualdad ante la ley y de la erosión del principio democrático.
El Gobierno de Pedro Sánchez representa con claridad esta deriva. Pactos con fuerzas políticas a las que se había prometido rechazar, concesiones a imputados y fugados de la justicia, reinterpretaciones legales que benefician a los cercanos al poder mientras obligan al ciudadano común: todo ello socava la credibilidad de las instituciones y erosiona la democracia.
Los partidos aliados -Podemos, Sumar, IU, PNV o ERC- no son meros espectadores: han permitido y legitimado estas prácticas. Su prioridad ha sido conservar cuotas de poder antes que garantizar controles democráticos, exigir elecciones o reclamar transparencia. Con ello demuestran complicidad y miedo.
El resultado es una política reducida a un reparto de favores y protecciones mutuas. Los partidos que alguna vez inspiraron confianza pierden legitimidad, mientras la democracia deja de ser un instrumento de control ciudadano para transformarse en un mecanismo que blinda a los dirigentes y les permite perpetuarse, incluso frente a escándalos evidentes.
La respuesta ciudadana no puede ser la pasividad. Normalizar la impunidad significa aceptar una autocracia encubierta. Exigir transparencia, sanción a la corrupción y respeto a la soberanía popular es la única forma de preservar nuestras libertades.
El daño institucional es profundo: se está formando una clase política que gobierna no para servir, sino para servirse, dispuesta a sacrificar pilares básicos como la igualdad ante la ley, la separación de poderes y el Estado de derecho. En este contexto, Pedro Sánchez simboliza la contradicción: llegó denunciando la corrupción del PP y hoy se sostiene sobre la suya. Con un entorno investigado judicialmente, actúa como si nada ocurriera, poniendo en serio riesgo el futuro democrático de España.
Si le quedara un mínimo de decencia, convocaría elecciones. No temería a la democracia real.
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