Pedro Sánchez parece haber cruzado todos los límites de la ejemplaridad institucional. Mientras exige dimisiones a personas de su entorno salpicadas por la corrupción, él mismo se aferra al poder con una determinación que ignora el creciente descrédito que le rodea.
Y no se trata solo de mantenerse en la Moncloa. Lo alarmante es el modo en que lo hace: apoyándose en fuerzas políticas que, lejos de contribuir a la estabilidad de España, han declarado abierta hostilidad al proyecto común. Bildu, heredero político de la izquierda abertzale vinculada durante años al entorno de ETA; partidos separatistas que quieren romper con el orden constitucional, y líderes fugados o condenados que han sido beneficiarios de reformas legales dispuestas especialmente para ese fin, el de sostenerse en el poder con este tipo de personajes.
¿Cómo se puede hablar de regeneración democrática mientras se normaliza el respaldo de condenados por la justicia, de quienes han atacado frontalmente la unidad y la legalidad del Estado?
¡Sánchez debe dimitir y convocar elecciones, que hable la soberanía del pueblo! No hay otra.
El discurso del "diálogo" y la "convivencia" no puede servir de coartada para desdibujar los principios fundamentales del Estado de derecho. Indultar a políticos condenados por sedición o malversación, promover reformas que suavizan penas a medida, o intercambiar apoyo parlamentario por impunidad no es reconciliación: es claudicación.
La corrupción, cuando no se combate con contundencia, se normaliza. Y la democracia, cuando se instrumentaliza para blindar el poder a toda costa, se resiente. Estamos asistiendo a un proceso de degradación institucional que debería alarmar a cualquier demócrata, sea cual sea su ideología.
Pedro Sánchez debería dimitir. No como gesto partidista, sino como acto de respeto a los ciudadanos, a las instituciones y a una democracia que no puede seguir soportando más cesiones ni más cinismo político. Gobernar no puede ser una operación de resistencia personal, debe ser un ejercicio de ejemplaridad. Y esa, hoy por hoy, brilla por su ausencia.
Pedro Sánchez debe irse. No mañana, no después de otra crisis: ahora. Por respeto a la democracia, a la justicia y a todos los españoles.
Y si no lo hace -como todo indica-, entonces la ley debe cambiar. El ordenamiento constitucional debe blindarse frente a futuros depredadores del poder. Debe impedir que nadie, ante indicios claros de corrupción, de manipulación institucional o de pactos que atentan contra la unidad nacional, pueda aferrarse al cargo como si España entera fuera su rehén.
La democracia no se defiende sola. Se defiende con principios, con valentía y con límites. Y es hora de decir basta.
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