Ya se murió Varguitas. Y es que la muerte es inevitable, ¡faltaría más!, a unos les llega en la flor de la vida y a otros mientras comienzan a adecentar sus parterres de malvas. No se anda con remilgos, la muerte, que igual se lleva a los más insignificantes juntaletras como a esos otros que acumulan predios en la región literaria.
Yo crecí entre libros de Varguitas porque mi padre era un incondicional de su prosa, aunque he de confesar que nunca se me ocurrió echarles siquiera una ojeada por ver si me sugerían algo, solo los empleaba para rescatar de las baldas más altas del armario las novelas de Salgari o "El diablo cojuelo" o "El viejo y el mar" y pisoteaba, descuidadamente, las tapas de vivos colores con mis zapatillas del economato, sin saber que así escarnecía los cimientos mismos del boom latinoamericano. Mi única preocupación era, entonces, conservar el equilibrio y que mi padre no me sorprendiera en el trance de aquella mala costumbre que yo tenía.
Como no podía ser de otra manera, Varguitas, que había sido un hombre de izquierdas, después de probar las mieles del éxito cambió de chaqueta. La ideológica, me refiero. Se afeitó el bigote, dejó en la estacada a su primera esposa, Julia Urquidi, ya no volvió a salir en aquellas fotos en blanco y negro en las que aparecía con sus colegas y tenían todos pinta de talentosos pobretones, se arrojó en brazos del liberalismo y no paraba de pregonar por las esquinas las bondades del pensamiento de Popper y de enviarle flores a la Thatcher. Mi padre, que era más de Wittgenstein, se enfadó muchísimo y el día que Varguitas anunció que se presentaba a las elecciones del Perú se comportó, el hombre, igual que si se le hubiera muerto un pariente.
Me he preguntado a menudo cómo se las había ingeniado mi padre para separar al autor de su obra porque siguió leyendo al arequipeño con entusiasmo, más sosegado, eso sí, y comprando cada nueva novela que publicaba. Pero lo que cuenta es que yo quedé contento pues gracias a "Los cuadernos de don Rigoberto" pude aumentar la pila de libros y llegar por fin a las vertiginosas alturas de la estantería.
De allí saqué un poemario de Neruda que acabó en manos de mi novia de la facultad. De vez en cuando pienso qué habrá sido de su vida y en qué olvidado rincón se hallará el poemario, aunque nunca me importó haberme desprendido de este último. Según dicen por ahí, Pablo Neruda siempre estuvo muy sobrevalorado.
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