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sábado, 14 de septiembre de 2024

LA SOLEDAD ES MALA COMPAÑÍA

 En los primeros años de la vida y durante la etapa de pubertad, el universo afectivo del joven lo constituye el marco de la familia. Es la etapa en la que el joven sigue como encapsulado en un -permítanme la expresión- “amnios existencial” marcadamente egocéntrico. Dada la inmadurez del joven, se podrá decir que la relación que mantiene con los componentes de ambos mundos es la misma: de estimulante-sentiente, de placer-dolor, deseo-rechazo. Sí, en cambio, hay diferencia: La pérdida de relación o ausencia de algún componente extra muros familiar, en el joven egocéntrico representará bien placer bien irritación bien indiferencia; mas, la pérdida de relación o la ausencia de algún componente del orden familiar causa una herida de calado óntico-existencial: desamparo.

¡Sentimiento de desamparo! Una alargada sombra de ondulada soledad inunda el alma atormentada: ahora, dependiente afectivo y angustiado, huirá compulsivamente de la soledad, sin saber por qué, sin parar mientes en ello; ahora, para no encontrarse con la soledad, colonizará el alma de su víctima mediante chantaje emocional (“Ne me quitte pas”) o aceptará ser víctima de estos chantajes, de aquellas manipulaciones, a cambio de no sufrir la espina del abandono. Y todo, por la misma razón: ¡Miedo a la soledad!

Es obvio que, en la etapa del narcisismo primario, donde aún no ha tenido lugar la asimilación del “principio de realidad” (Freud), el gesto del joven de aceptar a quien ante él se presenta como lo en-sí e independiente de sus deseos y rechazos, se debe más a la exigencia social que a la evidencia de que este-otro-frente-a-él es “lo sagrado” en este mundo sublunar. En este escenario, la respuesta del joven, cuando se le propone amar al prójimo, no será otra -por las razones traídas- que asombro e incomprensión: ¡Cómo va a querer a los demás como a su mamá, a su papá y al hermano mayor idealizado!

¿Por qué este divorcio entre los afectos del jovencito y el imperativo moral cristiano?

Sencillamente, al niño es dada la “afección llegada de lo estimulante”, afección que puede despertar en él bien atracción bien rechazo bien placer bien irritación. El prójimo, en el corazón infantil, adquiere relevancia en la medida que es “lo estimulante”; nunca como “lo en-sí”. En cambio, para el joven o adulto, la presencia del prójimo representa una llamada a la que, por decisión propia, bien acudirá bien dejará sin atender. Siendo objetivo, la presencia del prójimo nunca deja indiferente: lo indiferente lo es, porque la realidad del otro se ha presentado en mi horizonte existencial que, por razón de interés vital-subjetivo, bien me allego a él y le hago próximo bien le condeno a un fondo ignorado, pero siempre estará ahí presente en mi horizonte. Hay, pues, en la indiferencia una consideración al tú-ahí-presente; sólo que no me permito el sincero aproximarme a él.

Cuando, por madurez psíquica, despierto a la realidad -siempre lo es humana-, es entonces cuando me descubro siendo con los otros, mis semejantes. A partir de este momento, mi semejante, presente-ahí-ante-mí, pasa a ser lo realmente importante. ¡Sí, lo importante! Porque, si lo mantengo en posición aislada y periférica a mi vida, entonces el escenario que me será dado es de imágenes proyectadas sobre bruma de una soledad de hondo sin fin y el reverbero de incomprensible verbo en labios sin rostro.

Cierto que sólo me es dado ser en mi personal atalaya existencial, en la que nadie me puede suplantar por mi condición de sujeto moral, condición recibida por la Gracia. Mas, es en esta, mi atalaya existencial, donde me es dada la aprehensión del ser que soy aquí y ahora y siendo en una soledad, a momentos, buscada, en otros, impuesta, en ocasiones, compartida, en otras, en páramo de solitario; al fin y al cabo, es esa soledad en unión -me atrevería a afirmar- carnal con mi condición de sujeto moral.

Y, al abrir los ojos al ser que soy, me descubro desorientado, perdido, anhelante, sufriente; es, entonces, cuando me es dado dirigir la mirada a mi semejante siendo-ahí frente-a-mí y, como yo, también desorientado, perdido. Será, pues, en este tú ahí-presente, en quien hallaré la semejanza compartida y, por ello, le haré mi-próximo y seremos tan próximos como nos aproxime el “yugo de un dolor común”: “Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor, cuando araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos a mismo yugo de un dolor común” (Unamuno).

También, en las palabras de despedida de nuestro Señor Jesús (“Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente”, J.13, 34), encuentro la invitación al sentimiento más sublime que nos es dado alcanzar: la compasión.

Cierto que los hombres sólo se aman con amor espiritual. Mas, este no deja de ser amor mundano, de aquí y de ahora, el del sufriente y cabe otro sufriente que aran la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común. La figura de “La Piedad” es el dolor de una madre, María, sosteniendo en sus brazos al hijo yacente: ¿qué mujer-madre no haría suyo este desgarro hondo y oceánico? También, tanto la escena de la francotiradora vietnamita y el entierro en la fosa común de los caídos en batalla, de la película “La chaqueta metálica”, ilustran al respecto: en un caso, acerca del su sufrir de este ser singular, la vietnamita que, a pesar de su satánica crueldad, una vez mis ojos la ven yaciendo sufriente, no puedo por menos que hacer su agonía mía, porque su sufrimiento se aferra en mi alma; la otra escena, la de la fosa común, el sufrimiento se presenta difuminado en el fondo de la indiferencia, el que ofrece el número estadístico, porque el dolor para ser dolor ha de ser personal, singular, con rostro. ¡Es la arcilla con la que hemos sido modelados!

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