Nadal resurge a tiempo.
El mallorquín recupera su mejor versión sobre tierra y vence al número uno en la final (6-0, 4-6 y 6-1, en 2h 25) para elevar su primer título de la temporada, a solo una semana de Roland Garros.
A las puertas de Roland Garros, un resurgir extraordinario: después de un trimestre sembrado de dudas (otra vez las dichosas lesiones, la maldita rodilla) y un considerable periodo de sequía (no alzaba un título desde agosto del año pasado, en Montreal), Rafael Nadal se levanta, se libera, tumba a Novak Djokovic en la final de Roma (6-0, 4-6 y 6-1, en 2h 25) y eleva su primer trofeo de la temporada para decirle al mundo que sigue ahí, que ha llegado a tiempo, que cuando los aires parisinos empiezan a filtrarse en el calendario, él está a punto. Imperial. Es su noveno título en el Foro Itálico, su trigesimocuarto Masters 1000, de modo que vuelve a mirar por el retrovisor (igualaba con el número uno) y a sentirse pleno.
Huele Nadal la sangre, porque levanta la cabeza y al otro lado de la red se encuentra con un Djokovic jadeante y desgastado, contrariado con las briznillas irregulares de arena desperdigadas por toda la pista, con el espectador que tarda en tomar asiento, con el sol y sombra travieso de la tarde romana que le hace ponerse y quitarse la gorra una y otra vez... Con prácticamente todo lo que acontece a su alrededor. Alza la vista el serbio y se encuentra un panorama seguramente insospechado: ni rastro del Nadal expectante de hace no demasiado, ni del Nadal inerme que se encontró en Melbourne a comienzos de año. Nada de eso. Nadal se le abalanza como un alud, arremete como una bestia y le mete un empellón que a cualquier otro le hubiese dejado grogui. Pero a él, Djokovic, no.
Sufría y padecía el serbio, sometido durante 39 minutos (primer 6-0 de la rivalidad) por un Nadal fabuloso que entró con decisión y mordiendo, ganando metros y tomando la pista como hacía tiempo que no se le veía. Era la vía: ir frontalmente a por Nole, sin especulación, llevándolo al límite desde el primer peloteo. Interpretó el balear el arranque de forma magnífica, dictando con la derecha y expandiendo la pista con el revés, jugando con las alturas y los ritmos; enredándole al número uno constantemente, haciéndole pensar más de lo debido. Se trata de otro Nadal, del Nadal reconocible, el primigenio sobre arcilla. Cambia el gesto, cambia la velocidad; hasta los andares, más briosos. Sin embargo, ningún termómetro como ese drive que vuelve a profundizar y a hacer estragos.
Tan brutal fue la embestida que a Djokovic se le fue yendo el color, fallando algunas voleas incomprensibles, abusando de la dejada y un indicio todavía más preocupante: su derecha primaba sobre su revés, cosa rarísima en el serbio, propietario del reverso más poderoso del circuito. Ocurre que aunque a Nole no le esté saliendo nada y no tenga su día, y por eso patee una pelota y reviente una raqueta para liberar esos diablillos que viven dentro de uno, siempre esconde un truco en la manga. Esta vez tiró del servicio y de su raza infinita, porque a las buenas o a las malas, no hay competidor más espinoso que el de Belgrado, némesis histórica de Nadal.
“¡Nole, Nole, Nole!”, le arropaba la central del Foro Itálico, tratando de que reavivar la lucha y de que la fiesta no terminase demasiado rápido. Y se revolvió Djokovic como lo hacen los elegidos, con su espíritu insurrecto, para tratar de revertir una tarde que pese a su resistencia llevaba el sello de Nadal. Al número uno le dio para equilibrar con una dentellada en el segundo parcial, escapando de cuatros situaciones límite en las que el español acarició el break, pero el tanque físico se le fue agotando –asistía a la final con casi tres horas más de juego en las piernas, después de dos palizones nocturnos ante Del Potro y Scwartzman– y, en consecuencia, el depósito anímico también.
Aunque replicó Nole, se agrandó Nadal a las bravas, incidiendo con la derecha y reafirmándose cuando tocaba: a las puertas de Roland Garros y frente al rey actual del circuito, que venía de hacer una demostración de fuerza la semana anterior en Madrid. Conforme se subrayó el balear, se diluyó el balcánico. Nadal ha vuelto a tiempo, tal vez en el mejor instante posible. Rearmado. Venía avisando a través de un discurso optimista que remitía al día a día y al corto plazo, a la evolución por pasos. Y el tiempo le ha dado la razón: Nadal, hoy por hoy, y pese a todos los contratiempos, es otra vez el hombre a batir en París. Siempre se levanta.
ENHORA BUENA CAMPEÓN,ERES EL MEJOR.
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